Debemos dar muchas gracias por la poderosa tecnología que disfrutamos. No obstante, debido a la abundante tecnología que hoy abunda, enfrentamos el reto de refrenar el uso que damos a la misma. Y mientras el mundo esté tan mal como tememos, siempre será difícil usarla con sabiduría. Si solamente algo más que nuestro poder, nuestros pensamientos y las herramientas que poseemos estuviese entre nosotros y el desastre.
Nos encontramos fuera del jardín; comimos del árbol y no hay marcha atrás. Sabemos demasiado como para poder regresar a la inocencia y la seguridad. El mundo es aterrador, impredecible y lleno de incertidumbres; mientras más intentamos controlar el caos, más tememos lo que permanece fuera de nuestro control.
Desafortunadamente, de cierta forma el mundo después de Génesis 3 confirma nuestros temores. Fuera del jardín, la raza humana se enfrenta a un mundo de violencia y dolor; la tierra es dura, los espinos son afilados y desde el momento en que Caín mató a Abel por haber recibido la bendición, los celos y la envidia marcan casi todas las historias humanas. Sara envidió a Agar, Jacob a Esaú, Labán a Jacob, y Raquel a Lea: una y otra vez creando problemas, violencia e injusticia.
El último tercio del libro de Génesis trata de una historia final, la de José, a quien sus envidiosos hermanos mayores vendieron como un esclavo en Egipto. Luego de venderlo, asumieron que habían resuelto su problema, pero su visión de que vivir con José era malo y que venderlo como esclavo en Egipto era bueno, creó el problema del dolor de su padre, lo cual fue en extremo malo. Aunque todos sus hijos e hijas fueron a consolarlo, «él rehusó ser consolado, y dijo: “Ciertamente enlutado bajaré al Seol por causa de mi hijo”. Y su padre lloró por él» (Gén. 37:35). Poco a poco la tristeza estaba acabando con la vida de Jacob.
En medio de resultados anticipados, intentos fallidos por mejorar las cosas por nuestro débil entendimiento del bien y del mal, y la continua presencia de enfermedad y tristeza —sin importar lo que hagamos—, nos llevan a darnos cuenta de que, a pesar de nuestros mayores esfuerzos, en realidad no sabemos lo que sucederá en el futuro.
Es difícil admitirlo, pero somos actores en una obra de la cual apenas conocemos una ínfima parte del libreto, y anhelamos un Director que sepa lo que continúa. Como escribió C. S. Lewis:
No conocemos la obra. Ni siquiera sabemos si estamos en el Acto I o en el Acto V. No sabemos quiénes son los personajes principales o los secundarios. El Autor lo sabe… podemos estar seguros de que tiene sentido, pero no podemos verlo. Cuando termine, quizá se nos diga. Se nos ha dicho que esperemos porque el Autor tendrá algo que decir a cada uno de nosotros acerca de la parte que le tocó interpretar. Interpretarla bien es lo que importa infinitamente[1].
Y con gozo la interpretaríamos bien, si tan solo supiéramos que somos parte de una historia cuyas eventualidades no sorprenden al Director, que la incertidumbre y la imprevisibilidad no dañan la trama y que la sorpresa es incluso parte esencial de la historia.
Él obra para nuestro bien
Después del Edén, uno supondría que Dios nos dejó a nuestras expensas; después de todo, eso es lo que la humanidad deseaba, obtuvimos justo aquello que anhelábamos. Sin embargo, Dios no dejó de cuidarnos, tal y como lo muestran una y otra vez las historias de personas imperfectas narradas en el libro del Génesis. Y el Génesis no termina con la esclavitud de José ni con la tristeza de un padre.
Los hermanos fueron a Egipto, donde José había sido elevado al segundo en el poder después del Faraón. Y su padre, después de reunirse con su hijo, murió en paz. Ahora aquellos que lo vendieron como esclavo están de pie frente a su poderoso hermano, temerosos del «mal» que él les haría en venganza por lo que le hicieron.
Pero José tenía una cosmovisión diferente. Él cree que el universo no se encuentra a merced del azar. Él ve que el conocimiento personal del bien y del mal no es tan confiable como creemos. Y él sabe que la obra tiene un Director a quien no le sorprenden las eventualidades y que se encuentra en total control del libreto, e incluso absorbe y usa los errores de los actores. Al final del libro de Génesis, las palabras que José dice a sus hermanos son buenas noticias para esta era de ansiedad: «Pero José les dijo: No temáis, ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo tornó en bien para que sucediera como vemos hoy, y se preservara la vida de mucha gente. Ahora pues, no temáis; yo proveeré para vosotros y para vuestros hijos. Y los consoló y les habló cariñosamente» (Gén. 50:19-21).
Saber que Dios es un agente activo en el mundo y que es capaz de incorporar en Su vasto plan aun las cosas que asumimos que son malas, cambia drásticamente la manera como perseguimos la salud cuando viene la enfermedad.
Cada vez que nuestra salud peligra o cuando nos enfermamos, lo natural y apropiado en nosotros es el deseo de mantener o recuperar nuestra salud. Sin embargo ¿hay otras ocasiones en las que otros bienes son posibles? La idea de que Dios es bueno, que Él busca comunión con nosotros, que el Señor tiene el poder y la intención de sacar bien no importa el mal que enfrentemos, abre para nosotros un mucho más amplio espectro de esperanzas y expectativas que la única opción de salud a todo costo y bajo todas las técnicas.
No obstante, nuestra habilidad para cultivar esta visión de las eventualidades y contemplar esta visión de la realidad se ve desafiada de continuo por la cosmovisión predominante. Somos entrenados en otra forma de ver: que ninguna debilidad, dependencia, dificultad, dolor o sufrimiento puede tener algún significado.
Este mundo es un lugar impredecible, y podemos florecer si tan solo dependemos de Alguien más fuerte y más sabio que nosotros mismos para hacer de este mundo uno seguro.
[1] C. S. Lewis, The World’s Last Night and Other Essays (New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1960), 105–6.