¿Es extrañamente posible que el amor sea a la vez algo permanente como algo amenazado en nuestros días? Esta palabra ciertamente está pegada, como cinta amarilla brillante, en todo lo que nos rodea. O, quizá más acertadamente, la sociedad ha hecho del amor una gran pared beige, despojada de la definición o la vitalidad que alguna vez tuvo, de modo que cualquiera puede decorarla como quiera. “Amor” ha llegado a significar lo que sea que alguien diga que significa, y sugerir lo contrario es, por supuesto, “falta de amor”.
Que esas cuatro letras se usen y abusen en exceso, sin embargo, no cambia lo que el amor es. Podríamos, por ejemplo, empezar a llamar a nuestro buzón de correo un “árbol” e incluso convencer a nuestros vecinos de hacer lo mismo, pero eso no borraría las realidades vivas de las raíces, la corteza, las ramas y las hojas que se tornan verdes, luego amarillas, luego rojas y que finalmente caen. Entonces, ¿qué podríamos estar perdiendo al desdibujar las líneas de lo que llamamos amor?
¿Quién puede amar?
Sabemos que el amor no solo tiene una definición, sino una identidad, una personalidad, un nombre:
Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor (1Jn 4:7-8).
Solo aquellos que conocen a Dios, el Dios verdadero, pueden amar, porque este Dios, y solo este Dios, es amor. Basado en textos como estos, John Piper da esta útil definición del amor: “El desbordamiento y expansión del gozo en Dios, que alegremente satisface las necesidades de los demás” (The Dangerous Duty of Delight [El deber peligroso del deleite], 44). Si eso es cierto, eso significa que millones, miles de millones de personas, se creen amorosas sin haber experimentado ni extendido verdaderamente el amor verdadero.
Más cerca de casa, muchos de nosotros, incluso en la iglesia, nos consideramos amorosos sin haber luchado con lo que realmente significa amar. Confundimos lo que no es amor con el amor, y por lo tanto, a menudo fallamos en buscar el amor real.
Lo que el amor no es
En 1 Corintios 13, el apóstol Pablo escribió quizás las líneas más conocidas y apreciadas sobre el amor que se hayan escrito jamás. Aunque las bodas hoy en día puedan hacernos creer que el capítulo fue escrito para novios con ojos brillantes y novias vestidas de blanco, en realidad estaba escribiendo a una iglesia ordinaria, afligida por conflictos, que luchaba por amarse los unos a otros (1Co 1:10-11).
Aunque podríamos centrarnos en lo que él dice que el amor es y hace, Pablo también nos enseña que perseguir el amor requiere discernir cuidadosamente lo que el amor no es. Por ejemplo: “El amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso” (1Co 13:4). No es arrogante ni grosero, irritable ni rencoroso, no insiste en su propio camino. De hecho, comienza el capítulo no con ejemplos sorprendentes de amor, sino diferenciando el amor de cuatro formas comunes de “no amar”. Nota cómo podemos practicar cada una de ellas sin practicar el amor:
Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, he llegado a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. Y si tuviera el don de profecía, y entendiera todos los misterios y todo conocimiento, y si tuviera toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy. Y si diera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me aprovecha (1Co 13:1–3).
Servir no es amor
La primera de las cuatro advertencias es para los dotados espiritualmente. Nuestros dones, incluso nuestros dones espirituales, no son una prueba segura de amor. Don Carson escribe: “Los diversos dones espirituales, por importantes que sean y por mucho que Pablo los valore, pueden ser duplicados por los paganos. [Sin embargo,] esta calidad de amor no puede ser duplicada” (Showing the Spirit [Mostrando el Espíritu], 84).
¿Qué tipos de dones tenía en mente Pablo? Él da ejemplos en el capítulo anterior: los dones de sabiduría, conocimiento, sanidad, milagros, profecía, discernimiento espiritual y hablar en lenguas. El apóstol animaba, incluso les ordenaba que practicaran estos dones. Sin embargo, evidentemente algunos recibían una profunda percepción espiritual y una habilidad inusual para articular esas percepciones, pero aún carecían de amor. Probablemente asumían que amaban a la iglesia cuando en realidad amaban ser dotados, necesitados y vistos.
Y todavía hoy, algunos de nosotros buscamos dones y nos empeñamos en usar nuestras habilidades (ya sea en nuestras iglesias, nuestras comunidades o nuestras carreras), pero lo hacemos sin amor. Nos preocupa más ser necesarios, ser productivos, ser exitosos, que amar a los demás. Probablemente lo vemos mejor cuando lo que los demás necesitan de nosotros diverge de las maneras en que queremos estar sirviendo.
Conocer no es amor
Otros en la iglesia de Corinto buscaban el conocimiento y asumían que su conocimiento los hacía amorosos. Pero incluso si tuviéramos todo el conocimiento y entendiéramos todos los misterios, dice Pablo, aún podríamos carecer de amor. De hecho, cuanto más sabemos, más susceptibles podemos ser a la tentación, porque “el conocimiento envanece” (1Co 8:1). Si Satanás no puede apartarnos de la verdad, se alegraría de vernos llenar nuestras mentes de conocimiento si eso significa inflar nuestro sentido de orgullo y vaciar nuestros corazones de amor.
Entonces, ¿cómo distinguimos entre el conocimiento orgulloso y el buen conocimiento? Pablo dice: “El conocimiento envanece, pero el amor edifica. Si alguien cree que sabe algo, no ha aprendido todavía como debe saber” (1Co 8:1-2). El orgullo revela un conocimiento que carece de amor. A medida que el conocimiento piadoso crece, también lo hace su sentido de la humildad. El oro en un bote con fugas hundirá el bote, pero el oro en un bote bien construido añade peso que fortalece y estabiliza el bote, incluso en medio de tormentas fuertes.
Aquellos que saben más, con amor, tienen un creciente sentido de cuánto no saben, y de lo poco que merecen saber algo de lo que saben, y usan cualquier conocimiento que tienen no para alimentar su sentido personal de valor o imagen, sino para edificar a otros en su caminar con Dios. Empuñan su conocimiento para consolar, animar, enseñar, sanar, corregir, restaurar y amar.
Dar no es amor
“Si diera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me aprovecha” (1Co 13:3). Superficialmente, es difícil concebir un escenario como este. ¿Podría un hombre realmente dar todo lo que tiene, incluso su propia vida, sin amor?
El apóstol dice que sí. ¿Cómo podría ser eso? Porque las personas hacen sacrificios radicales por todo tipo de razones, y usualmente no por “un desbordamiento de gozo en Dios que alegremente satisface las necesidades de los demás”. De hecho, muchas de las razones no tienen nada que ver con Dios. Como ya hemos visto, si un acto no tiene nada que ver con Dios, no tiene nada que ver con el amor verdadero.
Lamentablemente, a veces nuestras propias razones para dar, servir y sacrificar, incluso en la iglesia, tienen poco que ver con Dios. Queremos parecer generosos. Queremos más poder o influencia. Nos gusta la sensación de tener a otros en deuda con nosotros. Queremos librarnos de una conciencia culpable. Queremos encajar con alguna multitud o causa. “Si los hombres hacen grandes cosas y sufren grandes cosas meramente por amor propio”, advierte Jonathan Edwards, “eso es ofrecerse a sí mismos lo que se debe a Dios y así hacer un ídolo de sí mismos” (Charity and its Fruits [La caridad y sus frutos], 87).
Siempre que las raíces de nuestra motivación se desvían de nuestro gozo en Dios, nuestro amor morirá de hambre y se marchitará. Daremos, incluso daremos mucho, y no obtendremos nada de fruto o significado eterno. Aunque sudemos, sangremos e incluso muramos, nuestras obras nunca podrán cubrir la falta de amor.
Creer no es amor
Quizá lo más sorprendente de todo es que algunos, incluso, se desvían del amor al buscar la fe. “Si tuviera toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy” (1Co 13:2). Estas personas podrían decir: “Por supuesto que soy amoroso, mira lo que creo”. A lo que Pablo podría responder: “Sabré lo que realmente crees por cómo amas”.
Pablo no es el único que lo dice: “¿De qué sirve, hermanos míos, si alguien dice que tiene fe pero no tiene obras? ¿Puede acaso esa fe salvarlo?… La fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma” (Stg 2:14-17). Nuestros actos de amor nunca podrían salvarnos, pero tampoco puede una fe que no obra por amor (Ga 5:6). Podemos tener fe suficiente para arrojar montañas al mar y aun así no estar dispuestos a subir las colinas de amor que Dios ha puesto delante de nosotros.
Creer y aun esperar grandes cosas de Dios no prueba que pertenecemos a Dios; personas en todas las religiones, e incluso algunos paganos, esperan grandes cosas de Dios. Pero ninguno de ellos, ninguno de ellos, puede amar como cualquiera que verdaderamente conoce a Jesús. La fe genuina no está tan preocupada por mover montañas como por conocer y disfrutar a Dios, y cuanto más aprende y disfruta de él, más su amor se desborda en las necesidades de los demás.
Observa que Pablo dice cuatro veces, “si yo no tengo amor”; no dice “Si tú…”. Aun mientras reprendía a la iglesia acalorada y dividida, modelaba el tipo de humildad que anhelaba ver en ellos. Sabía en qué medida el corazón de un apóstol podía ser propenso a resistir y evitar los altos costos del amor. ¿Estamos nosotros igualmente conscientes? ¿Hemos permitido que nuestro amor por los demás se enfríe detrás de los velos de nuestro conocimiento, nuestro servicio, nuestro dar, nuestra creencia?
No hay mayor privilegio
Por todas las formas en que se usa hoy en día la palabra “amor”, cualquier experiencia real de amor es un tesoro incalculable. Aquellos que verdaderamente aman demuestran no solo que conocen a Dios, sino que son conocidos y amados por Dios. Si vemos algún amor genuino en nosotros mismos, vemos a Dios en nosotros. Edwards capta algo del milagro en este amor:
La gracia salvadora de Dios en el corazón, que obra una disposición santa y divina del alma en el don de la fe y el amor, debe ser, sin duda, la mayor bendición que los hombres reciben en este mundo; mayor que cualquiera de los dones de los hombres naturales, mayor que las mayores habilidades naturales, mayor que cualquier dotación adquirida de la mente, mayor que cualquier logro en el aprendizaje, mayor que cualquier valor u honor externo, y un privilegio mayor que ser reyes y emperadores (Charity and its Fruits [La caridad y sus frutos], 74).
El amor para el cual Dios nos capacita es el mayor privilegio en la tierra. Cuando nos amamos unos a otros, Dios está extendiendo las maravillas de Su propio corazón hasta los recovecos y rincones de Su reino: hasta nuestras familias y amistades, hasta nuestras iglesias, hasta nuestros vecindarios. Sin amor, no importa cuánto sepamos, demos o hagamos, no somos nada ni ganamos nada. Pero si caminamos en amor, ganamos más de Dios, nos volvemos más como Dios y ofrecemos el amor verdadero a un mundo cuyo Dios es amor.
Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.