Nadie que haya escuchado alguna vez la Novena Sinfonía de Beethoven ha pensado para sí mismo: “Creo que cada uno de estos músicos está improvisando sobre la marcha”. Nadie que haya escuchado alguna vez las Cuatro Estaciones de Vivaldi ha pensado: “Estoy bastante seguro de que nadie está dirigiendo esta orquesta”. Nadie que haya escuchado el Mesías de Händel y haya oído la marejada de voces y los acordes del coro del Aleluya ha pensado: “No encuentro ninguna señal de un compositor o un director”. No, donde vislumbramos tal orden, donde escuchamos tal orquestación unificada, sabemos que hay alguien que la ha compuesto y además, que alguien la dirige. Sabemos que cada uno de los integrantes de la orquesta está siguiendo alguna especie de partitura y respondiendo a las indicaciones de alguna especie de director.
En la Biblia leemos sobre un Dios que es soberano, un Dios que creó este mundo, un Dios que está desarrollando un plan para este mundo, un Dios que está dirigiendo todos los acontecimientos de este mundo hacia un propósito grande y glorioso. El apóstol Pablo lo expresa de esta manera: “Sabemos que a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien, a los que son llamados según Su propósito”. Así como todos los instrumentos de una orquesta trabajan juntos, así también lo hacen todas las circunstancias de nuestra vida. Los instrumentos se combinan para expresar la composición del artista y las circunstancias para expresar la providencia del Hacedor.

La soberanía de Dios es una doctrina maravillosa para discutir en un aula o conferencia, pero muy difícil de creer en una cama de hospital o en una funeraria. Nos encanta la providencia de Dios cuando está perfectamente alineada con nuestros deseos, pero luchamos con ella cuando se opone a ellos. Nos resulta fácil creer que “todas las cosas ayudan a bien” cuando experimentamos tiempos de alegría y brillo, pero nos resulta difícil en tiempos de problemas y confusión.
Sin embargo, el hecho de que “todas las cosas ayudan a bien” supone necesariamente que algunas cosas no estarán tan bien, que algunas cosas no se verán bien, que algunas cosas no nos parecerán buenas de forma inmediata. Supone que a veces nos preguntaremos cómo es posible que una circunstancia concreta pueda resultar ser algo más que mala.

Al fin y al cabo, esta promesa no aparece ni en el huerto del Edén ni en la Nueva Jerusalén. Dios no tenía mucha necesidad de dar esta promesa a Adán y Eva cuando todavía estaban inmaculados en el huerto. La promesa habría significado poco para ellos cuando disfrutaban de una comunión ininterrumpida con Dios y con los demás, cuando toda la creación estaba dispuesta hacia ellos en dulce sumisión. Por supuesto, todas las cosas ayudan a bien, porque todas las cosas son buenas. De la misma manera, Dios no tendrá mucha necesidad de reiterarla cuando estemos en calles de oro, y todo el dolor, el mal y la tristeza hayan sido vencidos.
Solo cuando Adán y Eva fueron empujados por las puertas y quedaron en el desierto, esas promesas se volvieron importantes, porque a partir de entonces empezaron a experimentar circunstancias que a todo el mundo parecían ser solamente malas. Es en un mundo como este (un mundo de sufrimiento y tristeza, de pena y pérdida, de dolor y confusión) donde ellos (y nosotros) necesitamos la preciosa seguridad de que todas las cosas ayudan a bien. Y eso es cierto incluso cuando no nos da la sensación de que sean buenas en lo más mínimo, incluso cuando no podemos ver ni el más mínimo rayo de luz.

“Todas las cosas ayudan a bien” es una promesa que el pueblo de Dios debe tomar por fe y a la que debe aferrarse con tenacidad en tiempos de gran dificultad. Tenemos que creer que Dios tiene la capacidad de obrar todas las cosas para bien y confiar en que, en efecto, todo está cooperando para bien. Necesitamos tener confianza en que está haciendo lo que es correcto y mejor según Su inescrutable sabiduría, que está haciendo lo que más moldea a Su pueblo a la imagen de Su Hijo y lo que más honra y glorifica Su santo nombre. Tenemos que depender de Él, apostar todo lo que tenemos por Él, ir en pos de Él. Tenemos que dejar de lado nuestros sentimientos y, por fe, someterlos a la verdad de las promesas de Dios.
A través de cada circunstancia, esta promesa nos llama a creer que llegará un día en el que entenderemos cada una de Sus decisiones y nos maravillaremos de Su sabiduría en cada una de nuestras pruebas. Nos llama a confiar en que nuestro Dios soberano es el buen compositor y el hábil director de orquesta que ordena todos los acontecimientos para que conduzcan finalmente a Su gloria y a nuestro bien.
Publicado originalmente en Challies.