Se cuenta la historia de un músico —particularmente hábil con un oído muy desarrollado para el tono, el timbre y la armonía—, que visitó una nueva iglesia por primera vez. Llegó un poco tarde y entró a la iglesia justo cuando la congregación comenzaba a cantar el cántico de apertura. Para su disgusto, el canto estaba totalmente desafinado. Le dolía escuchar a las personas intentar cantar uno de los grandes himnos de la fe cristiana sin el menor éxito.
Pero mientras caminaba hacia la banca y tomaba su lugar, comenzó a escuchar una voz que se destacaba. En medio de toda la disonancia, una mujer cantó clara, tranquila y perfectamente afinada, su dulce voz se elevó justo por encima del estruendo que la rodeaba. No se distrajo con las notas planas y los tonos chirriantes, ni con todos los cantantes inexpertos que la rodeaban.

Mientras el músico se paraba y escuchaba, notó con fascinación que primero una voz y luego otra se sentían atraídas hacía la de esta mujer. Pronto, quienes la rodeaban comenzaron inmediatamente a seguir su ejemplo, a igualar su melodía, a tocar las mismas notas. Luego, los que estaban un poco más lejos también lo hicieron. En poco tiempo, toda la congregación cantaba el himno tal como lo había pretendido su compositor. Pronto, toda la congregación estaba haciendo un ruido verdaderamente gozoso, verdaderamente precioso, verdaderamente hermoso al Señor.

A veces nos preguntamos qué diferencia puede hacer una persona en una iglesia. El hombre que tiene un corazón para el evangelismo puede desanimarse cuando observa que los miembros de su iglesia parecen apáticos. La mujer a la que le encanta practicar la hospitalidad puede tener dificultades cuando ve que muchas otras personas en la iglesia la descuidan. El adolescente con un corazón para el estudio de la Biblia puede verse tentado a hacer otra cosa, cuando los otros jóvenes parecen no preocuparse por estas disciplinas básicas.
Sin embargo, como esta mujer mostró esa mañana hace mucho tiempo, una persona realmente puede marcar la diferencia. Esa mujer no necesitaba interrumpir a la congregación e instruirlos formalmente. No necesitaba interrumpirlos para darles una severa reprimenda. No necesitaba refunfuñar o quejarse. Simplemente, tenía que usar su don hasta que una persona, luego otra y finalmente toda la iglesia hubiera escuchado su voz, igualado su tono y llegado a una melodía perfecta. Porque “Según cada uno ha recibido un don especial, úselo sirviéndose los unos a los otros como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1P 4:10).
Publicado originalmente en Challies.