La palabra “evangelio” viene del griego euangélion, que significa “buenas noticias”. Este término aparece 93 veces en el Nuevo Testamento. ¿Cuál es esa buena noticia? Que Cristo murió y resucitó para nuestra salvación. Este mensaje se desarrolla en toda la Biblia, pues su tema central es la redención de la humanidad a través del Mesías prometido. Sin embargo, si quisiéramos resumirlo en una sola declaración, sería esta:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna (Jn 3:16).
Ese Hijo es Jesucristo, Dios mismo, la segunda Persona de la Trinidad, quien se hizo carne, nació de una virgen (Mt 1:18-21), vivió una vida perfecta (2Co 5:21), murió en la cruz pagando una deuda que era imposible para nosotras saldar (Jn 14:6), resucitó al tercer día, y ahora está a la diestra del Padre (Fil 2:7-9), intercediendo por nosotras (Heb 7:25). Para comprender la magnitud de lo que Jesús hizo, es vital entender nuestra condición delante de un Dios tres veces santo.

La necesidad de salvación
En el principio, Dios creó el mundo y luego a Adán y a Eva, a quienes formó a Su imagen y de quienes declaró que eran buenos “en gran manera” (Gn 1:31). Estos seres humanos debían representarlo, pero en lugar de responder con gratitud y obediencia, despreciaron Su mandato; dudaron de Su Palabra y prefirieron creerle a una serpiente desconocida antes que al Dios que caminaba con ellos y los había creado.
Desde entonces, y como consecuencia, cada una de nosotras ha nacido pecadora. La perfección requerida para habitar con Dios (Stg 2:10) está ahora fuera de nuestro alcance. La única forma de pagar esta deuda es mediante el derramamiento de sangre de un inocente (Heb 9:22). Durante generaciones, el pueblo de Israel ofreció sacrificios de corderos para el perdón de pecados, pero nunca fueron suficientes (Heb 10:4). Pero esto acabó cuando Cristo se ofreció como el sacrificio perfecto, cumpliendo lo que aquellos símbolos señalaban para todos los que creen en Él (Ro 10:13).
La expiación fue consumada, y el enorme velo que separaba el Lugar Santísimo —símbolo de la presencia de Dios— fue rasgado de arriba abajo, indicando que la separación entre el Creador y el ser humano había terminado por Su voluntad. El Padre aceptó el sacrificio de Jesús y lo demostró mediante Su resurrección (Ro 4:25). Como Él vive, ¡nosotras también viviremos con Él por la eternidad! (Jn 14:19). Ya no somos enemigas de Dios, sino Sus hijas, coherederas con Cristo (Ro 8:17). Él no solo nos rescató del infierno, sino que nos regaló la eternidad con Él.

Vidas transformadas por el evangelio
Estas no son solo buenas noticias; ¡son maravillosamente increíbles! En Su amor y misericordia, Dios nos bendijo con lo que no merecemos y que, además, no podemos perder. Cuando comprendemos la profundidad de lo que Cristo hizo, nuestra forma de vivir debería cambiar por completo. Pablo lo expresó así: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí…” (Ga 2:20).
Esta verdad no es solo para los domingos, ni algo que comenzaremos a vivir después de morir. Es una realidad diaria: debemos negarnos a nosotras mismas y tomar nuestra cruz cada día (Lc 9:23), representándolo en todo. Donde Adán y Eva fallaron, nosotras somos llamadas a presentar nuestras vidas como sacrificios vivos (Ro 12:1-2), y eso solo es posible en el poder del Espíritu Santo (Ro 8:11).

Vivimos una guerra espiritual constante, y por eso necesitamos vivir en el Espíritu de forma continua. Fallamos, sí, pero cada día es una nueva oportunidad porque Sus misericordias se renuevan cada mañana (Lam 3:22). Le pedimos Su ayuda para vivir como Él desea, cumpliendo las buenas obras que ha preparado para nosotras (Ef 2:10). Cuando el evangelio deja de ser nuestra prioridad, tropezamos, caminamos en la carne y no en el Espíritu. Por eso, necesitamos el evangelio cada día y a cada hora. Como dijo John Piper:
El orden correcto de nuestros pensamientos sobre la realidad proviene de una visión correcta, una valoración correcta de Dios, Cristo y la salvación en el centro de todos nuestros otros pensamientos.
El evangelio no es un tesoro para atesorar en secreto. Es un mensaje para compartir. Vivimos para honrar a Dios y para que otros lleguen a conocerlo como Salvador. ¡Qué privilegio ser instrumentos en Sus manos para bendecir a otros! Y en esa bendición, también somos nosotras bendecidas.
Un mensaje que debemos recordar siempre
El evangelio es el mensaje más poderoso del universo. Tiene el poder para salvar a personas de toda nación, tribu y lengua (Ap 7:9), transformar vidas y darnos una herencia eterna, guardada en los cielos por Dios mismo (1P 1:3-4). Hemos sido selladas con el Espíritu Santo (Ef 1:13), y nada podrá arrebatarnos de Su mano.
Aunque hayamos escuchado este mensaje muchas veces, nunca debemos dejar de maravillarnos con él. Nuestra naturaleza pecaminosa lucha por entender una gracia tan inmerecida. Pero precisamente por eso debemos recordarlo, vivirlo y anunciarlo. Este evangelio transforma, libera, reconcilia y da vida. A través del Espíritu Santo, podemos reconocer a Jesús como el Señor de señores y Salvador eterno.
¡A Él y solo a Él sea la gloria por siempre!