[dropcap]A[/dropcap] menudo se nos llama a ayudar. A nosotros que somos un poco más experimentados, que estamos un poco más ejercitados, que sabemos un poco más de Dios, sus caminos y su Palabra, se nos llama a responder preguntas, a aclarar inquietudes, a resolver dilemas. Y con razón. Los más jóvenes deberían apoyarse en la sabiduría de los mayores; los mayores deberían buscar e influenciar a los más jóvenes. Sin embargo, cuando impartimos tal sabiduría, unas breves palabras marcan una gran diferencia: «Esto lo digo yo, no la Biblia». Es una distinción que tiene que ver con la autoridad, una distinción entre mandamientos inerrantes y aplicación imperfecta. Así es como funciona. El joven se acerca a uno a preguntar acerca de una chica que ha conocido, una chica que ha captado su atención. Él quiere saber qué debería hacer. Uno le dice lo que la Biblia claramente exige y prohíbe en lo que respecta a relaciones, noviazgo y matrimonio. Luego, según continúan sus preguntas y se vuelven más específicas, uno dice: «Ahora bien, esto lo digo yo, no la Biblia». Uno deja claro que ha pasado desde un área de absoluta claridad bíblica a un área de sabiduría y conciencia. Uno se está asegurando de que ambos reconozcamos la diferencia. La joven se acerca a uno para pedir ayuda con su transición desde una antigua iglesia a una nueva. Ella quiere dejar la primera correctamente e incorporarse a la segunda adecuadamente. Uno le dice lo que la Biblia deja claro: debe hacer todo lo posible por resolver los conflictos, no debe hablar mal de los demás, debe ser parte de una iglesia donde pueda servir y ser servida. Pero a medida que ella presiona, y pasa de generalidades a lo específico, uno lo deja claro: «Esto lo digo yo, no la Biblia». Con esto, uno reconoce su imperfecta percepción de los hechos, su conocimiento inadecuado de las motivaciones internas. Uno se asegura de que ambos sepamos que hemos pasado de la clara dirección de Dios a un área de mucho menor certeza. A menudo confundimos estos ámbitos. A menudo actuamos como si nuestra aplicación de los principios tuviera tanta autoridad como los principios mismos. De esta forma, sin darnos cuenta, ponemos cargas sobre los demás que son demasiado pesadas de soportar o quizá alentamos su desobediencia. Es mucho mejor para nosotros y mucho mejor para ellos si reconocemos libremente cuando hemos ido más allá de lo que Dios claramente prohíbe y exige. Esto lo hacemos con unas simples palabras: «Esto lo digo yo, no la Biblia».