En algún momento, cada uno de nosotros se enorgullece de su bondad. Nos enorgullecemos de algo bueno que hayamos hecho. Nos jactamos, aunque solo sea en nuestra mente, de la pureza de una acción, de la magnitud de un sacrificio, del valor de una ofrenda. Elevamos este acto bueno como si pudiera ser presentado ante Dios como prueba de que no somos realmente tan malos o de que estamos trabajando para volver a la bondad. Lo elevamos como si fuera digno de Su atención, de Su favor.
Estas consideraciones sobre nuestra bondad nunca surgen de forma aislada. Cuando pensamos en nuestra propia bondad, siempre nos comparamos con los demás. No es que seamos buenos según alguna norma objetiva; somos buenos comparados con el padre, el vecino, el forastero, el delincuente. Elegimos cuidadosamente nuestras comparaciones.

Michael Kruger utiliza una ilustración útil para describir la inutilidad de este tipo de jactancia, y lo ilustra utilizando el Gran Cañón. Imagina que tú y yo viajamos juntos al Parque Nacional del Gran Cañón, en Arizona. Nos estacionamos y caminamos un rato y, antes de darnos cuenta, estamos de pie en el borde de una de las maravillas naturales del mundo.
Mientras estamos allí de pie, se nos ocurre la idea de hacer una pequeña competencia divertida y amistosa entre nosotros. Decidimos ver quién puede saltar más lejos, quién puede llegar hasta el otro lado del cañón o al menos quién puede llegar más cerca. Tú crees que puedes llegar hasta el otro lado. Retrocedes un poco, te pones en marcha y sales corriendo a toda velocidad antes de saltar en el borde. ¡Eres incluso mejor de lo que pensabas y llegas casi a los cuatro metros! Entonces, por supuesto, caes en picada al fondo del cañón y aterrizas hecho pomada. Entonces yo empiezo a correr y me va aún mejor, con un tremendo salto de cuatro metros y medio. Luego, yo también me precipito al fondo, y mi momento de triunfo termina con un crujido.

Si el estándar de santidad de Dios es tan ancho como el Gran Cañón (veintiocho kilómetros de ancho en su punto más extenso), no importa si salto tres, cuatro o cinco metros. No importa qué tan lejos salte, aún estaré muy, muy lejos del objetivo. Importa aún menos si puedo saltar más lejos que tú, porque tanto tu salto como el mío conducen a un feo final. Estos intentos de alcanzar o igualar el nivel de santidad de Dios solo conducen a la muerte. Toda nuestra bondad cae en picada y se hace pomada.
El evangelio empeora aún más esta mala noticia. Nos dice que el estándar de santidad de Dios es mucho más ancho que solo veintiocho kilómetros. Nos dice que ni siquiera puedo saltar menos de cinco metros. De hecho, me dice que no puedo saltar en absoluto porque estoy muerto, y los muertos no saltan. Pero las malas noticias se transforman en buenas cuando el evangelio me asegura que Cristo, con Su vida perfecta y Su muerte expiatoria, ha salvado lo insalvable, haciendo lo que yo nunca podría hacer por mí mismo. Me asegura que Dios acepta el estándar de santidad de Cristo en mi nombre. No necesito saltar en absoluto; necesito simplemente confiar y recibir.
Publicado originalmente en Challies.