El apóstol Juan nos ofrece una frase llena de angustia cuando escribe: “En cualquier cosa que nuestro corazón nos condene…”. (1Jn 3:20). ¿Te ha condenado alguna vez tu corazón; ha encerrado tu felicidad en un ataúd? ¿Ha reproducido tu pecado en grande y a todo color y te ha hecho verlo una y otra vez?
“En cualquier cosa que nuestro corazón nos condene”. Has pecado; lo sabes. No se trata de otra persona que juega rápido y suelto con los hechos o tiene malicia en sus motivos. Eres tú: tu propio corazón, tu propia conciencia. Un corazón que conocía tus pensamientos secretos desde el principio de la tentación y que ahora te señala con el dedo. Cuando resurges del pecado, ahí está, esperando. Ahora que estás sobrio, que la noche ha terminado, su voz grave pregunta: ¿Cómo pudiste?
“En cualquier cosa que nuestro corazón nos condene”, de verdad, constantemente, sin piedad. Su voz amenaza con maldecirnos. “Maldito serás en la ciudad, y maldito serás en el campo… Maldito serás cuando entres, y maldito serás cuando salgas” (Dt 28:16, 19). Nos condena, pero ¿se equivoca? Habla más claro de lo que nos gustaría, más fuerte de lo que podemos soportar, más exactamente de lo que desearíamos que fuera verdad, pero ¿qué podemos responder? Contra Dios ―nuestro Padre celestial, nuestro Amigo traspasado, nuestro Espíritu afligido― ¿cómo podríamos? Oímos cantar al gallo; nos encontramos con Sus ojos. Nuestras resoluciones yacen rotas, nuestro Salvador olvidado, ¿y ahora qué?
Cómo tranquilizar tu corazón
Aquí, en las profundidades del mar, el apóstol Juan trata de tranquilizar el corazón del verdadero cristiano.
En esto sabremos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él en cualquier cosa en que nuestro corazón nos condene. Porque Dios es mayor que nuestro corazón y Él sabe todas las cosas (1Jn 3:19-20).
Como pastor cuidadoso, Juan se acerca al alma atribulada y procura elevar el corazón del niño ante su Padre. Él sacaría tu pie de la red, si pudiera. Él sabe con qué frecuencia nuestros corazones ―cuando por fin son sensibles a lo que hemos hecho― nos atan y maltratan. Golpean repetidamente con la vara, como si quisieran recuperar el tiempo perdido. El celo por nuestro pecado le consume; sus golpes pueden dejarnos cojos sobre sus rodillas.
Juan interviene de tres maneras. Considera lo que nuestro corazón olvida, considera al que lo sabe todo y nos recuerda quién es más grande que nuestro corazón.
1. Lo que olvida nuestro corazón
En esto sabremos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él
Tu corazón te condena porque, aunque has estado atento en los últimos meses, te has sumergido en la pornografía. Cometiste adulterio en tu corazón, y esto, tal vez, como hombre casado y padre. ¿Cómo puedes mirar a los ojos a tu hija, a tu esposa o a tu Señor después de lo que esos ojos han mirado? ¿Es esta realmente la acción de un verdadero cristiano? Tu corazón te condena.
Los corazones sensibles al pecado son don de Dios (Ez 36:26), pero los corazones llenos de dolor piadoso pueden fijarse en la transgresión, olvidando todo lo que Dios está haciendo además en nuestras vidas. Todo lo que el corazón puede ver es culpa, no crecimiento; fruto del pecado, no fruto del Espíritu. Con exceso de celo, nuestros corazones empuñan la vara de la condenación donde el Señor pretende disciplinar.
Así que Juan muestra el panorama de lo que Dios está haciendo en nosotros. “En esto sabremos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él…” (1Jn 3:19, énfasis añadido), ¿en qué? Por nuestro amor a los hermanos, no de palabra ni de dichos, sino de hecho y en verdad (1Jn 3:18). El amor al pueblo de Cristo nos recuerda que Dios actúa realmente en nosotros. Servir al pueblo de Cristo, alimentarlo, visitarlo cuando está enfermo o en la cárcel, orar por él, adorar con él, llorar y alegrarse con él, todo ello es prueba de que todo lo que hicimos por el más pequeño de los hermanos de Cristo, lo hicimos por Cristo (Mt 25:31-40). Examinar una vida de amor debería persuadir nuestros corazones mientras estamos en el fango de nuestro pecado más reciente. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos” (1Jn 3:14).
Juan anhela levantar la barbilla de cada hijo e hija de Dios atrapado en el pecado, pero tiene cuidado a lo largo de la carta de definir quiénes son esos hijos. No nos anima de forma barata. No dice: “Dios te ama y te perdona aunque sigas practicando el pecado, andes en tinieblas y no poseas un amor evidente por el pueblo de Cristo”. Como escribe James Alexander: “El remordimiento sin arrepentimiento y el desprecio de sí mismo sin enmienda son azotes espantosos” (Thoughts on Preaching [Pensamientos sobre la predicación], 42). A Juan le horrorizaría verte seguro en esta vida solo para ser condenado en la otra.
Pero a él le gustaría que todos los verdaderos hijos de Dios estuvieran seguros. Y la evidencia real (aunque imperfecta) del amor forjado por el Espíritu tranquiliza nuestros corazones ante Dios.
2. Lo que Dios sabe
Dios es mayor que nuestro corazón y Él sabe todas las cosas.
Juan instruye a los santos caídos a considerar todas las evidencias. Aquí encontramos un antídoto eficaz contra la introspección miope de un corazón hundido. Considera la obra del Espíritu en tu vida; considera el fruto real del amor a Dios y a los hombres que cuelga de tus ramas, fruto que es ―alabado sea Dios― sobrenatural. Considera todas las pruebas (no es presunción) porque Juan nos dice que Dios lo hace. “Dios es mayor que nuestros corazones, y lo sabe todo”.
Tu corazón no lo sabe todo y a menudo olvida lo que sí sabe. Dios lo sabe todo y no lo olvida. Él ve más que tu caída más reciente ―el pecado que rompe tu corazón y derrama tus lágrimas― Él ve una nueva vida y fruto (incluso en esta contrición) que da honor a Su querido Hijo y al Espíritu que mora en ti. Vio lo que hiciste anoche, y ve arrepentimiento por la mañana. Vio la última semana de apatía, de lujuria, de ira, de codicia, de resistencia a Su presencia, pero también ve este último año de crecimiento en pureza, en evangelismo, en servicio a la iglesia local, en dominio propio, en oración y en conocimiento de Cristo Jesús.
Pedro es un gran ejemplo de cómo el hecho de que Dios lo sepa todo ―no solo nuestra caída― consuela al hijo de Dios. Tres negaciones y muchas acusaciones del corazón después, Pedro sale nadando de aquellas frías aguas para encontrarse con Jesús en la orilla para desayunar. Tres afirmaciones deben seguir a tres negaciones. Pero cuando Jesús le pregunta tres veces: “Pedro, ¿me amas?”, ¿qué responde Pedro? No: “Creo que sí, Señor”, o simplemente: “Sí, Señor, te amo”. Afirma tres veces el conocimiento que tiene el Señor de ese amor. De la tercera vez, leemos, Pedro se entristeció porque le dijo por tercera vez: “¿Me amas?” Y él le respondió: “Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te quiero” (Jn 21:17).
Si hubiera permitido que su corazón solo considerara sus tres negaciones, podría haber elegido el final de Judas. Pero el Señor había orado por él, y sabía que las negaciones de Pedro eran un capítulo doloroso de una historia mayor. Pedro amaba de verdad al Señor, y aseguró a su corazón que el Señor también lo sabía. Dios es más grande que nuestro corazón, y lo sabe todo.
3. Más grande que todo
Dios es mayor que nuestro corazón y Él sabe todas las cosas.
Por último, Juan quiere ofrecer otro argumento para limitar la violencia que puede ofrecernos nuestro corazón: Dios es más grande que nuestro corazón. Tu corazón no se sienta en el tribunal, alabado sea Dios. Con nuestro corazón, lo único que podemos esperar es justicia. Tú te condenarías. Si incluso nosotros nos oponemos, ¿por qué no lo haría un Dios santo? Porque este Dios que lo sabe todo ―no solo lo que acabamos de hacer, y no solo que le amamos de verdad a Él y a Su pueblo a pesar de lo que acabamos de hacer― sabe lo que ha hecho.
¿Y qué ha hecho? Ha enviado a Su Hijo unigénito al mundo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3:17). ¿Qué ha hecho? No ha escatimado a Su Hijo único, sino que lo ha entregado por todos nosotros (Ro 8:32). Si Dios está a tu favor, ¿puede incluso tu propio corazón oponerse a ti con éxito? Olvidar la misericordia hacia nosotros es olvidar a Su propio Hijo amado y hacer oídos sordos a la intercesión de ese Hijo por nosotros.
Padre, como Tu amor ha elegido libremente a este hijo, como hemos realizado la redención de ese hijo antes incluso de que naciera, derrama de nuevo Tu misericordia. ¿No nos hemos ocupado ya completamente del pecado? ¿No has hecho recaer todo sobre Mí, y no he separado de ellos la condenación tan lejos como el oriente está del occidente? Da al cielo otra ocasión de cantar nuestra gran salvación.
El Padre recibe tales súplicas con nueva satisfacción. Este es el Dios más grande que tu corazón. Sus caminos de misericordia no son tus caminos, ni Sus pensamientos de gracia son tus expectativas de gracia. Sus caminos de gracia son más altos que los del hombre, como los cielos son más altos que la tierra, el ángel más alto que la hormiga. Acércate de nuevo a Él, camina hacia Él, aunque tu corazón repita lo indigno que eres de llamarte hijo Suyo. Mira hacia arriba: ya corre hacia ti. Ya manda que te traigan la túnica y el anillo. Ya empieza a calmarte con Su amor.
¿Has hecho el mal ante Él, y tu corazón ahora te condena? Estás perdonado. Dios es más grande que tu corazón. Su palabra es decisiva. Él tiene el mazo. Si eres Suyo, puede que aún seas castigado, pero en Cristo, nunca serás condenado. Amados, “en esto sabremos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él en cualquier cosa en que nuestro corazón nos condene. Porque Dios es mayor que nuestro corazón y Él sabe todas las cosas” (1Jn 3:19-20).
Publicado originalmente en Desiring God.