El dominio propio es una virtud indispensable en la vida cristiana. Lo cultivamos y procuramos ejercerlo en la iglesia local, en nuestros trabajos y ante la sociedad. Sin embargo, es en el hogar —ese espacio cotidiano donde somos verdaderamente conocidos— donde esta cualidad encuentra uno de sus mayores desafíos. Allí, en el calor de la convivencia diaria, nuestras reacciones son más espontáneas, y el pulso de nuestro carácter se revela con mayor nitidez. ¿Es nuestro hogar un lugar donde se respira el control guiado por el Espíritu, o más bien un espacio marcado por la impaciencia, el egoísmo o la falta de templanza? ¿Experimentan nuestros seres queridos una atmósfera de gracia, dirección y paz que refleje a Cristo?
Para profundizar en este tema, miraremos la vida de varios hombres del Antiguo Testamento —los patriarcas, Moisés y Acán, los jueces y los reyes— que enfrentaron momentos decisivos con sus familias y allegados, y cuya lucha con el dominio propio dejó huellas perdurables. Estos relatos no solo nos ofrecen sabiduría práctica, sino que también nos preparan para una reflexión más profunda desde la perspectiva del evangelio. Al hacerlo, podremos reconocer nuestras propias flaquezas, pero también admirar y descansar en la perfecta obediencia del Varón sin pecado, Jesucristo, cuya vida y obra nos redimen y nos capacitan para ejercer dominio propio en el lugar donde más importa: nuestro hogar.
1. Los patriarcas sin dominio propio
Iniciemos con Noé, quien no fue un patriarca, pero sí tuvo un rol central en la relación de Dios con la humanidad antes de la elección de Abraham. Fue un hombre justo (Gn 6:8) que vivió en una sociedad torcida y dada al desenfreno (Gn 6:5-6; Jud 14–16). Este hombre de fe “preparó un arca”, aunque no se veían las cosas predichas por Dios (Heb 11:7), y predicó acerca de la justicia divina sobre los pecadores, sin que su mensaje fuera creído (2P 2:5).
Pero, a pesar de tantas virtudes, después de salir del arca, “plantó una viña”, se embriagó, “se desnudó” y fue de tropiezo para sus hijos (Gn 9:20-22). Aunque fue sobresaliente y llegó a ser mencionado en la galería de la fe en Hebreos 11, Noé tuvo problemas con la falta de dominio propio. Sin embargo, este hombre —al igual que nosotros— “halló gracia ante los ojos del Señor” (Gn 6:8). Esta es una gran noticia para Noé y para todos los que vendrían después de él: no hay nada bueno en nosotros que no sea por la gracia de Dios, pero Su bondad se sobrepone a nuestras falencias.

Sigamos con nuestro padre en la fe: Abraham. Su problema de carácter es evidente: falló en la tarea de honrar a su esposa, diciendo en dos ocasiones que era su hermana y exponiéndola al peligro y la vergüenza, mientras procuraba su propia honra y protección (Gn 12:11-15, 20:2-3). También lo recordamos por haberse llegado a Agar, su sierva (Gn 16:1-6), trayendo “agravio” a Sarai (Gn 16:5). Sin embargo, Dios la honra cambiando su nombre de Sarai a Sara (Gn 17:15-16) y exhorta a Abraham a “prestarle atención” a ella en lugar de a Agar e Ismael (Gn 21:9-12). De todo esto se desprende que aun los hombres de fe tienen grietas en su carácter. Por un lado, pueden ser muy inspiradores en eventos desafiantes a los ojos humanos, tal como Abraham, quien siguió el llamado de Dios “sin saber adónde iba” (Heb 11:8). Por el otro, pueden carecer de coherencia al manifestar ese dominio propio en su interior más profundo.
Veamos ahora a Jacob, un hombre cuya concepción, vocación y bendición fueron predichas por Dios a su madre (Gn 25:21-23). Desde niño mostró interés por los asuntos espirituales de la familia (Gn 25:31-34), aunque no siempre con las mejores intenciones. También tuvo la iniciativa de obedecer a sus padres en busca de un futuro para él y los suyos (Gn 27:6-10; 28:1-5). Sin embargo, su astucia, sus medias verdades, sus mentiras y su codicia personal le trajeron problemas que afectaron a sus descendientes por generaciones: conflictos con Esaú, Labán, sus esposas, sus hijos y los cananeos, entre otros. La falta de dominio propio en Jacob afectó profundamente sus relaciones familiares, aunque fue un hombre llamado y amado por Dios (Mal 1:2-3).
Pero, a pesar de sus muchas faltas, Jacob es el padre terrenal de la nación de Israel. Si no fuera por el llamado divino, esos pecados que destruyen familias —incluida la intemperancia vista en el patriarca— solo habrían traído destrucción, sin esperanza alguna. Lo cierto es que la salvación que Dios provee, por Su gracia, eligiéndonos desde antes de nacer, es la base para una transformación genuina y duradera del carácter. Así sucedió con Jacob, quien fue llamado Israel (Gn 32:24-32) y es reconocido como héroe de la fe para todos (Heb 11:9, 21).

2. El libertador y un israelita sin dominio propio
Pasemos a observar a Moisés, el gran libertador de Israel. Desde el principio fue un hombre amado por Dios y por sus padres, quienes lo protegieron hasta que, providencialmente, llegó a la corte del mismísimo faraón (Ex 2:1-10). Fue educado para la corte y sobresalió en muchos aspectos sobre los hombres de su tiempo (Hch 7:19-22). Sin embargo, su evidente problema de carácter lo llevó a matar a un egipcio (Ex 2:11-15), enojarse varias veces con los israelitas (Ex 17:4) y abandonar a su familia por dedicarse desproporcionadamente a su labor (Ex 18:13-24). Como consecuencia, finalmente no pudo entrar a la tierra prometida por la que tanto trabajó (Dt 32:48-52).
No obstante, al final de sus días, fue transformado por la gracia de Dios en “un hombre muy humilde, más que cualquier otro hombre sobre la superficie de la tierra” (Nm 12:3). Es muy ilustrativo que los grandes líderes del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento fueron personas con una mezcla evidente de vicios y virtudes. La Biblia no oculta estas realidades, pero tampoco las condona. Podemos identificarnos fácilmente con esta mezcla, ya que a menudo enfrentamos situaciones similares. Es común que reaccionemos con enojo o de forma inadecuada contra aquellos a quienes servimos. También, con buenas intenciones, podemos llegar a dedicar demasiado tiempo al trabajo de Dios, como si el hogar no fuera una prioridad (1Ti 3:4-5). Ni Moisés ni nosotros podemos ser aceptos delante de Dios por nuestros propios méritos, a menos que contemos con un mediador fiel (Heb 3:1-6).

Otro personaje del mismo tiempo de Moisés y del que podemos aprender es Acán. Israel venía del desierto, en dirección a Canaán, y contempló la ciudad de Jericó: grande, poderosa y rica. Dios prometió destruir la ciudad, pero ordenó que nadie tomara botín, pues estaba bajo Su maldición, y las ganancias debían destinarse al Señor (Jos 6:1-2, 17-19). Sin embargo, Acán, creyéndose muy listo, desobedeció y tomó un botín en secreto, escondiéndolo bajo su tienda (Jos 7:1, 14-23). Lo más grave es que su codicia produjo la muerte de muchos hombres en batalla, detuvo el avance del pueblo, convirtió la victoria en derrota, y su familia sufrió las consecuencias para siempre, pues su testimonio fue recordado por siglos (Jos 7:24-26).
La riqueza material no es mala en sí misma, siempre que cumpla el propósito de glorificar a Dios y servir al prójimo, como enseñó el más importante descendiente de Judá (Mt 6:1-3, 19-24). El problema de Acán fue desobedecer la orden divina por no contentarse con su situación financiera. Pensó solo en su interés personal, codició la riqueza de los impíos y comprometió su honra personal y familiar. Olvidó que los avaros no “tienen herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Ef 5:5). La templanza en el área financiera nos guardará a nosotros y a nuestras familias (Pro 28:22).

3. Jueces sin dominio propio
Nuestro siguiente personaje es Jefté, a quien la Biblia presenta como un héroe de la fe (Heb 11:32). Conocido como un “guerrero valiente” (Jue 11:1), era también “hijo de una ramera” y de un padre galaadita. Este hombre tuvo problemas personales y familiares que lo llevaron al rechazo por parte de sus hermanos mayores, por lo que terminó rodeándose de “hombres indignos” (Jue 11:1-4). Jefté fue juez de Israel en medio de una grave coyuntura política con los amonitas, quienes, como él, también tenían un origen oscuro (Gn 19:36-38).
La falta de autocontrol en Jefté se evidencia cuando condicionó su apoyo a la causa si se le garantizaba ser líder de la nación y del pueblo de Galaad, lo cual consiguió (Jue 11:9-11). Su celo por fortalecer su posición ante la familia, tribu y nación lo llevó a asumir compromisos que Dios no había exigido, y que él mismo no sabía si podría cumplir (Jue 11:30-31). Ganó la guerra y obtuvo respeto social, pero sacrificó a su joven e inocente hija por mantenerse firme en un voto insensato (Lv 22:17-33; Nm 30:1-16; Ec 5:1-7; Mt 5:33-37). También nosotros, buscando aprobación familiar o social, podemos asumir compromisos por encima de nuestras capacidades, afectando directamente a nuestros seres queridos.

Notemos ahora a Sansón. Este héroe de la fe (Heb 11:32) es ampliamente conocido por los cristianos de todas las épocas. Su nacimiento fue predicho por Dios, su conducta regulada por mandatos divinos, y su vida protegida por el mismo Dios (Jue 13:1-5). El problema de este juez fue su intemperancia: nunca tuvo control sobre sus pasiones, lo que finalmente lo llevó a una caída vergonzosa (Jue 16:20-22). Por su inmadurez e inconstancia, causó estragos en su entorno familiar (Jue 14:1-3, 19, 15:1-8). Sus padres sufrieron con este hijo inestable, al igual que las mujeres que lo rodearon.
Sansón es un ejemplo vívido de que es mejor tener dominio propio que poseer fuerza física (Pro 16:32). Los dones espirituales solo sirven adecuadamente al prójimo y a quien los posee cuando están respaldados por un carácter sólido. Sansón tuvo fuerza, pero no pudo dominar sus emociones. Venció a muchos hombres, pero fue derrotado al enfrentarse consigo mismo. Tener hijos así, hermanos emocionalmente inestables, padres viscerales o cónyuges inmaduros, es doloroso, pues los más cercanos son quienes más sufren. Ser de temperamento volátil no es señal de fortaleza, sino de debilidad de carácter (Stg 4:1). Ser controlado por las emociones conduce fácilmente a la insensatez (Pro 14:17).

4. Reyes sin dominio propio
No podemos olvidar a David, el rey más insigne de Israel. Mucho se escribió sobre sus grandes hazañas, como la victoria sobre Goliat (1S 17) y la conquista de Jerusalén (2S 5), así como sobre sus grandes caídas, fracasos e imprudencias, que causaron guerras, muertes y pobreza en su pueblo (1S 21:1-15; 2S 11; 13; 24). Podríamos hablar extensamente de sus virtudes y defectos, pero aquí queremos resaltar su caída con Betsabé (2S 11).
David cedió a sus deseos sexuales gradualmente: olvidó su debilidad, expuso su vulnerabilidad y halló su oportunidad. Aunque era salmista, profeta y rey ungido por Dios, no se libró de su naturaleza pecaminosa (Ec 7:20). Tampoco continuó con sus responsabilidades militares, sino que descansó en un tiempo que demandaba trabajo (Ec 3:8). Cuando la mayoría de los hombres iban a la guerra y sus mujeres permanecían en casa, él, desde el palacio elevado sobre las casas de Jerusalén, dio lugar a la lujuria (Pr 27:20). Mientras no hizo lo que debía —ir a la guerra como comandante de Israel (2S 11:1-4)— terminó haciendo lo que no debía: codiciar y tomar la mujer de su prójimo (Ex 20:14, 17).
Sin embargo, Dios es soberano y bueno. De no haber ocurrido este hecho, sabríamos poco sobre la lucha íntima de un santo con sus pasiones sexuales y las terribles consecuencias que recaen sobre todos a su alrededor, como narra 2 Samuel en relación con la casa de David. Tampoco prestaríamos la misma atención a los proverbios que amonestan a los jóvenes sin dominio propio en su sexualidad, si no fuera porque Salomón, su hijo, fue quien los escribió en su mayoría (Pr 1:1-4; 5–7). Impactan, además, las conclusiones de Salomón sobre una sexualidad intemperante (Ec 7:25-29), y las del cronista sagrado respecto a la influencia de un padre lujurioso en un hijo dotado, que aprendió —a un alto costo— el error de no guardar su corazón como lo más sagrado (Pr 4:23; 1R 11:1-13).

Pecadores rescatados
Sin duda, los hombres de la Biblia se parecen mucho a nosotros. Compartimos con ellos muchas luchas y debilidades. Esta realidad nos guarda de idealizarlos más allá de lo que fueron en verdad: pecadores rescatados por la misma gracia que nos alcanzó a nosotros (1Co 10:6, 11-14). En contraste, el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, brilla con una madurez, sensatez y dominio propio perfectos. Participó en cenas, bodas y actividades sociales, y aun así agradó en todo momento a Dios, Su Padre (Jn 8:29).
Debemos dar gracias a Dios, porque Su evangelio es poder divino para salvación de todo aquel que cree, incluso de pecados como la falta de moderación en sus múltiples formas (Ro 1:16-17, 21-31). Por tanto, descansa todas tus debilidades de carácter en “Aquel que es poderoso para hacer todo mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que obra en nosotros, a Él sea la gloria en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén” (Ef 3:20-21). Vive una vida controlada, dominada por el Espíritu, sabiendo que tu familia tarde o temprano será impactada: por tu falta de dominio propio o, por el contrario, bendecida por su presencia, que es fruto del Espíritu.