Crecí en un hogar cristiano evangélico donde se hablaba mucho de aceptar a Jesús en tu corazón para el perdón de los pecados.
Durante casi toda mi niñez y adolescencia, la cruz no fue más que un símbolo, una mera imagen que estaba asociada con ser cristiano. Al igual que yo, muchas personas religiosas hoy la ven como un amuleto para sus cadenas de oro o las paredes de sus casas, y quienes no creen en nada se burlan de ella, la desprecian o simplemente la ven como una insignia romántica.
Pero incluso los mismos creyentes no comprendemos las implicaciones de la cruz. ¿Por qué es el símbolo central de la fe cristiana? ¿Era necesaria una crucifixión sangrienta? Lastimosamente, hay quienes creen en ella porque viene incluida en el “paquete” del cristianismo. Por eso, en este breve artículo, quiero compartir lo que aprendí en el libro La cruz de Cristo, de John Stott. Esta obra me ayudó a entender cómo la cruz fue fundamental para nuestra salvación y lo sigue siendo hoy para nuestra obediencia.
El plan de redención en la cruz
¿De qué se trata el plan redentor en la cruz?
El ser humano ofendió a Dios y provocó Su ira santa. Aunque fuimos creados a Su imagen para anunciarlo en el mundo y amarlo con todo nuestro corazón, nosotros actuamos con injusticia, restringiendo Su verdad (Ro 1:18). Aunque lo conocíamos, no lo honramos como merecía ni fuimos agradecidos con Él, sino que cambiamos Su gloria por los ídolos (Ro 1:18-23). Al no cumplir con Sus estándares, siendo rebeldes y pisoteando Su honra, nos hicimos merecedores del juicio.
Pero Dios hecho hombre lo cambió todo. Jesucristo vino a vivir la vida obediente que nosotros no pudimos, a morir la muerte que nosotros merecíamos, y a resucitar para darnos la esperanza de que estaremos con Él eternamente. Por Cristo somos escogidos, adoptados, amados y llamados a disfrutar las riquezas de Su gloria inmerecidamente. Su gracia obró en nuestro favor, pues no nos dio lo que realmente merecíamos ―condenación eterna―, sino que nos salvó por medio de la fe en Su obra.
Comprender esto irremediablemente nos lleva a clamar: “¡Soy pecador! ¡Perdóname, Señor!”. Después del arrepentimiento, podemos admirar Su grandeza, poder y majestad, y reconocer que Él nos pudo haber exterminado y borrado de la faz de la tierra. Pero Dios, que es grande en misericordia, decidió perdonar nuestras transgresiones y pecados por medio de Su Hijo Jesucristo.
Para cumplir Su plan, era necesario que Jesús muriera clavado en una cruz, derramando Su sangre y siendo un sustituto para nosotros. Así, la ira de Dios por nuestros pecados fue satisfecha en Su Hijo Jesucristo (Jn 3:36). La imagen de los animales sacrificados en el Antiguo Testamento comunica claramente esta satisfacción de la ira: el Cordero Inmolado, perfecto y sin mancha, fue asesinado en lugar de los pecadores, aquellos que Dios escogió para ser Su pueblo (Lv 17:11). Nuestra deuda de pecado fue pagada. Sin la cruz, no habría ofrenda alguna que valiera para nuestra salvación, y nunca habríamos sido reconciliados con Dios, pues seguiríamos en deuda con Él.
En la crucifixión ―un horrible acto antiguo en el cual se le daba el mayor desprecio a los peores criminales, clavándolos en un madero hasta desangrarse― se reveló el odio de Dios hacia el pecado y la magnitud de Su Santidad. John Stott resume la necesidad de la cruz en estos términos: “El problema del perdón está constituido por el inevitable choque entre la perfección divina y la rebelión humana, entre Dios como es Él y nosotros como somos nosotros”.
La victoria que disfrutamos en la cruz
Una vez rescatados, podemos alabar a Dios por la victoria de Cristo en la cruz, la cual también es nuestra (Col 2:15; Ro 8:37). Por Su misericordia, podemos llevar una vida de arrepentimiento, agradecer por esa salvación tan preciosa y postrarnos en adoración, como debió ser desde el principio. El pecado nos había cegado y esclavizado a nuestra maldad, pero gracias a Cristo, la muerte, la carne y Satanás ya no tienen poder sobre nosotros. Ahora somos libres de nuestras propias imposiciones morales y del señorío de nuestros ídolos.
Pero, ya que la cruz es nuestra victoria, debemos gloriarnos en ella. Nuestra cotidianidad debería girar a su alrededor, pues ciertamente estamos unidos a Él en la plenitud de nuestra existencia (2Co 5:17). Esto requiere un esfuerzo intencional de volver a este mensaje una y otra vez, reconociendo de dónde fuimos sacados y por qué se necesitó del sufrimiento de Jesús. De lo contrario, corremos el riesgo de que nuestra vida gire en torno a nosotros mismos, creyendo que es por nuestros méritos que disfrutamos de una relación con Dios.
Además, la muerte de Jesús no solo nos ha salvado, sino que transforma nuestra manera de vivir en el día a día. Ahora podemos vivir en una comunidad de creyentes, celebrando la unidad, el amor y el servicio junto a otros redimidos por la cruz. Podemos encontrar guía en la Palabra revelada en lugar de nuestros estándares egoístas. Podemos imitar a Cristo y vivir como Sus discípulos. Podemos odiar el pecado, pues ya no soportamos que en nuestro corazón haya odio, enojo y falta de perdón. Así, gracias a la cruz, nos hacemos diariamente más semejantes a Cristo.
El símbolo central del cristianismo
¡Demos gracias a Dios por la cruz! Ella fue nuestro camino al Padre a través de la muerte de Jesús. Gracias a ella, ya no vivimos nosotros, sino Cristo. La cruz nos recuerda la resurrección, la cual nos garantiza que un día veremos los agujeros en Sus manos. Desde hoy y hasta ese día deberíamos decir: “gracias por la cruz, gracias por Jesús”. Por eso, sin temor a equivocarnos, podemos decir que la cruz es el símbolo central de nuestra fe y sin ella simplemente no habría cristianismo.