¡Regresamos al templo! Es un verdadero deleite volver a alabar a Dios juntos. Uno de los mayores aprendizajes que deja la pandemia del Covid-19 es la necesidad de congregarnos. En mi iglesia local nos reunimos creyentes de distintas razas, nacionalidades y culturas, pero dos cosas tenemos en común: la fe en Jesucristo y el amor de los unos por los otros. En el comienzo de mi caminar cristiano me congregué en una iglesia divisiva y competitiva. No había amor entre los hermanos. Cada uno buscaba su propio beneficio, mostrando su carnalidad e inmadurez. Al igual que en la iglesia de Corinto había pleitos y contiendas frecuentes. En aquel tiempo fue necesario que Pablo hiciera una exhortación a la unidad (1 Cor. 1:10). Y en distintas ocasiones lo vemos a él y a los otros apóstoles de Jesucristo haciendo un llamado a los santos a crecer y abundar en amor los unos por los otros (1 Tes. 3:12), (Rom. 12.10), (1 Ped. 1:22), (1 Jn. 3:11). Este es un tema recurrente en la Biblia, especialmente por la maravillosa verdad de que Dios amó al mundo de tal manera que envió a su único Hijo a morir por nuestros pecados (Jn 3.16). El exagerado amor de Dios por un mundo perdido, malvado y culpable nos libró de la enemistad con Él, del desprecio a Su ley, y de la rebelión en contra de Sus mandamientos. Este es el más grande y primer mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22:37-39). Antes de conocer a Dios no podíamos ni tampoco queríamos obedecer ningún mandato divino. Estábamos controlados por el egoísmo y el orgullo. Vivíamos enemistados con Dios y con los demás. Nada bueno había en nosotros. “Ojo por ojo y diente por diente” era nuestra ley (Mt. 5:38). Pero, por Su gracia, los que estábamos muertos en nuestros delitos y pecados ahora vivimos para agradar a Dios. Él nos quitó el corazón de piedra y nos puso uno de carne, nos quitó los harapos de inmundicia y nos vistió de justicia, y por el poder del Espíritu Santo, que mora en nosotros, día tras día va transformando nuestro modo de pensar y renovando nuestra mente.
La ley del amor
Ahora, gracias a nuestra regeneración, podemos obedecer la ley del amor: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley” (Rom. 13:8-10). El amor que nos tenemos los unos por los otros es un regalo de Dios. Fluye de Él y crece y se fortalece en nuestra relación con otros creyentes. El apóstol Juan, quien se refirió a sí mismo como el discípulo a quien Jesús amaba, hizo un llamado al amor fraternal: “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn. 4:7-8). Si queremos saber con exactitud si hemos nacido de Dios y si conocemos a Dios, debemos hacernos tres preguntas: ¿Amo a mi prójimo? (Mt. 22:39). ¿Amo a mis hermanos? (1 Jn. 4:21). ¿Amo a mis enemigos? (Mt. 5:44). Jesús desea que nos amemos con el mismo amor sacrificado que Él mostró por nosotros cuando se entregó a sí mismo por nuestros pecados. Y enfatizó que ese amor inmolado, generoso, abnegado es la cualidad que distingue a los creyentes verdaderos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn. 13: 35). La gente podrá reconocernos como hijos e hijas de Dios por el amor sincero de hermanos que nos tenemos los unos a los otros (1 Ped. 1:22). Pues somos cartas vivientes de Cristo, vistas y leídas por todos los hombres (2 Cor. 3:2-4). Como en toda familia (¡y la iglesia no es la excepción!) habrá una que otra diferencia entre los hermanos, pero siempre debe prevalecer el amor. Dios usa nuestra relación con otros creyentes para hacernos crecer y abundar en amor. Es más, si no intimáramos los unos con los otros, sería imposible que creciéramos en amor ni en ningún otro fruto del Espíritu Santo (Gál. 5:22-23). “El hierro se afila con el hierro, y el hombre en el trato con el hombre” (Prov. 27.17 NVI). Esta es una de las muchas razones por la que Pablo hace un llamado a congregarse (Heb. 10:25). El Covid-19 nos obligó a recluirnos en nuestros hogares y al distanciamiento social, pero esta situación no es la norma. No debemos acostumbrarnos a escuchar un sermón por los medios tecnológicos. No hay iglesia en línea. La iglesia es la congregación de los santos: el grupo de creyentes que unidos adoran y sirven al Señor. Sabemos que hay creyentes que no pueden congregarse por problemas de salud o por no contar con una iglesia cercana donde se predica la sana doctrina, pero los que sí puede congregarse y no lo hacen, no han entendido que no solo estamos unidos a Dios, también estamos unidos los unos a los otros. Un cristiano solitario es una contradicción al evangelio. El apóstol Pablo enseñó que Cristo es la cabeza de la iglesia (Col. 1:18) y los creyentes somos el cuerpo (1 Cor. 12:12). Así como el cuerpo humano es dirigido por el cerebro, Cristo dirige a cada miembro del cuerpo de Su iglesia. Y así como el cuerpo está formado por muchos órganos, la iglesia está formada por muchos miembros. “Dios ha colocado a cada uno de los miembros en el cuerpo según le agradó (…) Y el ojo no puede decir a la mano: No te necesito; ni tampoco la cabeza a los pies: No os necesito” (1 Cor. 12:14-21). Todos los miembros de la Iglesia de Jesucristo son necesarios para la funcionalidad óptima del cuerpo. Dios ha llamado a sus hijos a caminar unidos y a trabajar sumando voluntades con un solo propósito para beneficio de muchos (Mt. 28:19-20). Si deseamos de corazón cumplir la gran comisión que Cristo nos encomendó, si verdaderamente nos dolemos por las almas que no conocen a Dios, debemos mantenernos unidos, congregados y dispuestos a cumplir la voluntad de Dios: “Amaos unos a otros”.