Ningún padre desea ver a sus hijos sufrir. Con gusto cargaríamos por ellos sus dolores, curaríamos todas sus heridas y haríamos desaparecer sus problemas. Tristemente, es una ilusión. “El hombre nace para la aflicción, como las chispas vuelan hacia arriba” (Job 5:7). Por más que procuremos proteger a nuestros hijos de las calamidades, antes o después ellos tendrán que cruzar el valle de sombra de muerte que describe el Salmo 23. Alguien los traicionará, enfermarán, caerán en tentaciones, sepultarán a sus seres amados y sufrirán injusticias. “En el mundo tenéis tribulación…”, advirtió Jesús (Jn. 16:33). En este mundo desecho por el pecado nadie está exento de experimentar dolor y pérdida. Y los cristianos sufrimos más. Por nuestra lealtad a Dios somos tratados como Cristo fue tratado (Rom. 8:36). Los padres sabios comprenden todas estas cosas, y preparan a sus hijos con las verdades bíblicas que necesitan para enfrentar el sufrimiento.
Entrenados para padecer
Así como los soldados de un gran ejército son entrenados para la guerra, nuestros retoños deben aprender a sufrir penalidades con los ojos fijos en Cristo. “Pues por cuanto Él mismo fue tentado en el sufrimiento, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Heb. 2:18). Recuerdo como si fuera ayer la Navidad en la que mi sobrino de cuatros años me preguntó con los ojitos curiosos, si el niño del pesebre era el mismo de la cruz. Casi me voy de espalda. Quedé perpleja al ver cómo una personita tan chiquita podía manifestar semejante inquietud. Esa fue una perfecta ocasión para explicarle por qué Cristo sufrió y por qué nosotros sufrimos. Dios es bueno. Él creó un mundo perfecto. La Biblia declara: “Y vio Dios todo lo que había hecho (¡incluyendo al ser humano!), y he aquí que era bueno en gran manera” (Gén. 1.31). Desde el principio, Su propósito ha sido el mismo: que vivamos eternamente con Él, por Él, y para Él, en un perfecto estado de paz y armonía (Rom. 11:36). Cuando somos víctimas de pandemias, catástrofes naturales, accidentes y cualquier otro tipo de dolor y pérdida, debemos recordar que eso no fue lo que Dios quiso que ocurriera. Fue por causa del pecado del ser humano que la muerte entró en el mundo con su trágico legado de desdicha y dolor (Rom. 5:12). Sin embargo, Dios es tan rico en misericordia y nos amó tanto que, siendo aún pecadores, envió a Su único Hijo al mundo para morir por nosotros. Pero la obra que Cristo inició, y sus resultados, no estarán completos hasta que Él regrese (Rom. 8: 20-23). Cuando Cristo vuelva no habrá más muerte, duelo, ni dolor (Ap. 21:4). Por ahora, mientras estemos con los pies sobre la tierra seguiremos experimentando el aguijón del pecado a través de nuestras luchas y aflicciones. Los padres necesitamos comprender todas estas cosas para enseñarles a nuestros hijos que una vida centrada en Cristo no los protegerá de experimentar sufrimientos. Esto es sumamente importante, porque en los tiempos de aflicción ellos serán tentados a dudar del amor y la bondad de Dios. “¿No se suponía que si confiaba en Dios no me ocurriría ningún mal?”, expresó una joven frente a la tumba de su madre. Las falsas enseñanzas están desviando a numerosas creyentes de la sana doctrina. Un sinnúmero de cristianos ha llegado a creer que la vida abundante que Jesús prometió es gozar de buena salud, riquezas y bienestar. Existe la idea generalizada de que Cristo murió en la cruz para sanar todas nuestras enfermedades y cumplirnos todos los sueños. Esta es la razón por la que considero primordial que nuestros hijos conozcan al Dios verdadero. No el dios creado por los falsos maestros que predican prosperidad. Ellos necesitan saber que el amor del Señor no cambia: Dios es bueno, incluso cuando la vida duele. ¿Cómo reaccionar a la tristeza profunda? Nuestra actitud en el sufrimiento será el patrón que ellos van a imitar. No basta con llevarlos a las clases bíblicas o hablarles de Jesús. Ninguna otra cosa será más aleccionadora para nuestros críos que nuestro propio ejemplo de confianza en Cristo en medio de los padecimientos. Es un error esconder el llanto. Está bien llorar frente a los hijos. Cuando Lázaro murió, dice la Biblia: Jesús lloró. La multitud que estaba allí reunida vio lágrimas de amor rodar por sus mejillas. Él no se lamentó con chillidos ni alaridos, Jesús se estremeció en espíritu y se conmovió (Jn.11: 33-35). Es sano y bueno que los niños vean la fragilidad de sus padres. Si les escondemos las penas por temor a que se asusten o preocupen les estaremos haciendo un gran daño. Pues, ¿cómo aprenderán a llorar con los que lloran? ¿Cómo sabrán dónde hallar consuelo y esperanza en sus propios sufrimientos? El evangelio de Mateo narra que después de que Herodes mandó a decapitar a Juan el Bautista, sus discípulos fueron y se lo notificaron a Jesús. Enseguida, Él se retiró en una barca, solo, a un lugar apartado (Mt.14:13). Jesús fue a buscar consuelo en Dios. Esa es la actitud correcta frente a la tristeza profunda. Él pudo haber ido a desahogarse con sus amigos primero, pero para Cristo era apremiante estar a solas con su Padre. Nuestros hijos deben aprender que todo dolor, enfermedad y sufrimiento lo podemos superar con la ayuda de Dios.
La vida es injusta, pero Dios es justo
Querida amiga cristiana, aunque el anhelo más profundo de nuestro corazón de madre es evitarles el dolor a nuestros hijos, sabemos que no es posible, y tampoco es bueno. Dios mismo no eximió a su único Hijo del sufrimiento. El dolor lo rodeó y por medio de sus padecimientos aprendió obediencia. Una vez perfeccionado se convirtió en la fuente de ayuda para todos los que le obedecen (Heb. 2:18). Los niños que son adiestrados para ver el sufrimiento como parte de la vida y a confiar en Dios en el proceso, estarán preparados para superar las adversidades. La meta de los padres cristianos no es lograr que sus hijos sean felices en este mundo fútil, sino que ellos encuentren supremo gozo en Dios. Malcriarlos, darles todo lo que quieren, consentirlos en exceso, no es amarlos. El libro de la sabiduría dice: “Él que escatima la vara odia a su hijo, mas el que lo ama lo disciplina con diligencia” (Prov. 13:24). Los niños y jóvenes que reciben disciplina y aprenden a obedecer los mandatos de Dios, someten sus emociones al control del Espíritu Santo. Ellos desarrollan un carácter piadoso que los ayuda a discernir entre el bien y el mal y los capacita para negarse a sus deseos pecaminosos y a toda corriente de pensamiento impía. Aquellos chicos que no son amonestados ni instruidos en el evangelio de la gracia son “amadores de sí mismos, desobedientes a los padres… amadores de los deleites más que de Dios” (2 Tit. 3:1-5). Como no se les ha enseñado a ejercitar el dominio propio son presas fáciles de las trampas del mundo. Muchos acaban en perdición. El pastor John Piper dijo sabiamente: “El reto más grande de criar hijos no es principalmente recordar todo lo que se debe enseñar en catequismo, sino ser un padre que crece en gracia, humildad, confianza y alegría en todos los altos y bajos de la vida. Pocas cosas tendrán más importancia en la vida de nuestros hijos para ayudarlos a sufrir como cristianos”.