«Mientras no admitamos nuestra culpa y responsabilidad absoluta en los pecados que cometemos contra Dios, jamás vamos a poder avanzar en nuestra vida de fe.»
«Entonces dijo Natán a David: Tú eres aquel hombre.» – 2 Samuel 12:7a
Aproximadamente un año estuvo David ocultando su pecado, o mejor dicho, no confesándolo. Porque a Dios jamás le fue oculto el adulterio, homicidio, engaño, hipocresía, desobediencia y demás características del pecado del rey David. Pero su corazón, como el de todos los hombres, decidió vivir en una paz inventada e inexistente. En sus propias palabras, David fue «como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento,» (Sal. 32:9). Su propia experiencia silenciosa le llevó a vivir una disciplina inevitable «Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano.»(Sal. 32:3-4). Las cuerdas de amor de Dios atrajeron y arrinconaron a David en una sola sentencia: «Tú eres aquel hombre.» No hay otro responsable de lo ocurrido. Nadie te obligó y nadie te forzó. Cuando el corazón del rey fue enfrentado por el veredicto divino a través del profeta Natán, no hubo manera de pasar por alto al verdadero culpable. Mientras no admitamos nuestra culpa y responsabilidad absoluta en los pecados que cometemos contra Dios, jamás vamos a poder avanzar en nuestra vida de fe. Hasta tanto tu corazón no tenga disposición para reconocer su propio pecado y maldad y que no hay otra identificación posible, nunca habrá ni perdón, ni felicidad, ni limpia conciencia. Así lo recordaba David luego, «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; tú perdonaste la maldad de mi pecado.» (Sal. 32:5). Un «MI» con mayúsculas es la nota destacada en la confesión del rey. Somos muy astutos para desviar la culpa hacia otras personas, factores o circunstancias. Pero Dios, en su misericordia y paciencia sabe cuando apuntar con el dedo del Espíritu Santo al corazón y señalarnos como los únicos responsables del pecado cometido. ¿Y tú? ¿Cuando fue la última vez que oíste al Señor decirte: «Eres tú y ningún otro»? Tú eres el que provoca a tu cónyuge, tú eres el que enturbias el ambiente laboral; eres tú quien pasa los chismes de un lado a otro. También eres tú quien desestabilizas emocionalmente tu hogar ¿Qué provecho tienes en negar lo evidente? Mira a David en la vereda de enfrente y escucha sus palabras de hombre perdonado, «Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado.» (Sal. 32:1) ¿No quieres experimentar lo mismo? ¡Dios te bendiga!