Al final del primer curso de primaria, todos los niños han aprendido a cultivar una planta. Llenan una taza con tierra y presionan una semilla en ella. Le echan agua sobre su taza, la colocan en una ventana en la que dé el sol y esperan, en pocos días, la planta empieza a crecer. Primero, empiezan a surgir las raíces; luego, un brote y después, un tallo. Finalmente, una planta sale de la tierra y sus pequeñas hojas se despliegan. Hay algo maravilloso en esto, algo casi milagroso ya que la vida surge de la muerte. Una semilla que crece hasta convertirse en un árbol es una metáfora adecuada para la vida del cristiano. La Biblia enseña que cada persona comienza su vida en un estado de muerte espiritual. David dijo a Dios: «Yo nací en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre», y Pablo escribió: «Y Él les dio vida a ustedes, que estaban muertos en sus delitos y pecados, en los cuales anvieron en otro tiempo» (Salmo 51:5; Efesios 2:1-2b). Sin embargo, en algún momento, una semilla de fe es plantada dentro de ese corazón, presionada en la tierra por la predicación del evangelio. Entonces, milagrosamente, comienza la vida, y Dios da el crecimiento. La semilla surge como una frágil confianza en las obras y los caminos de Dios, que debe ser esmeradamente cuidada mientras crece en fuerza y estatura. Con el paso del tiempo, a medida que el creyente se nutre del alimento espiritual, echa raíces profundas, se extiende hasta salir de la tierra, da hojas, flores y luego frutos. La pequeña semilla inerte se convierte en un árbol floreciente y elevado, de modo que «el justo florecerá como la palma, crecerán como cedro en el Líbano. Plantados en la casa del Señor, florecerán en los atrios de nuestro Dios» (Salmo 92,12-13). La vida de un árbol comienza cuando el agua riega una semilla. Del mismo modo, la vida del cristiano inicia en el momento en que el Evangelio remueve un corazón endurecido. Luego, continúa hasta el mismo instante cuando Dios llama a Su amado a casa. Aunque esos dos momentos -la regeneración y la glorificación- pueden estar separados por días o décadas, todo lo que hay entre ellos es el crecimiento lento y constante que constituye la vida del creyente. El reto del cristiano a lo largo de toda su vida es «ocuparse de su propia salvación con temor y temblor», descubrir y aplicar los medios de crecimiento espiritual para conformarse cada vez más a la imagen de Jesucristo (Filipenses 2:12, Romanos 8:29). En esta nueva serie de artículos, me propongo examinar un conjunto de reglas o instrucciones para crecer en la piedad. Las he adaptado de un predicador que vivió y murió hace siglos, un eminente teólogo cuyas obras fueron elogiadas en su día por Charles Spurgeon como «una feliz unión entre sana doctrina, experiencia que escudriña el corazón y sabiduría práctica». Su nombre es Thomas Watson, y entre sus voluminosos escritos se encuentra una breve obra titulada La imagen del hombre piadoso. Hacia el final del libro, incluido casi como una idea que se le ocurrió en el último momento, hay un breve capítulo en el que Watson recomienda algunos medios para fomentar el crecimiento en la piedad. Enumera ocho reglas, describiendo cada una en un breve párrafo de no más de tres o cuatro frases. Sus reglas son útiles, sus instrucciones excelentes, pero sus palabras son arcaicas y demasiado escasas. Por eso he tomado las bases que él estableció y he construido sobre ello. Estoy seguro, como lo estaba Watson, que estas reglas son la clave para el crecimiento espiritual y la prosperidad del pueblo de Dios. Son las siguientes:
- Confía en los medios de gracia
- Guardarte de la mundanidad
- Ten pensamientos santos
- Vigila las tentaciones
- Reflexiona sobre la brevedad de la vida
- Redime tu tiempo
- Comunión con gente piadosa
- Propósito de ser piadoso
Estas son ocho reglas para crecer en piedad, no ocho secretos ni ocho acertijos. Dios nos aclara el camino de la santidad, el camino de la conformidad con Su Hijo. Enseñamos a todos los niños a plantar una semilla, a confiar en el sol y el agua, a observar con emoción y expectación hasta que la semilla sale de la tierra para crecer y convertirse en una planta alta y fuerte. Así debemos enseñar a cada cristiano a confiar en los medios a través de los cuales Dios nutre y fortalece a Su pueblo, haciéndolo crecer en santidad y piedad. Espero que te unas a mí mientras las examinamos juntos.