[dropcap]C[/dropcap]uando era niño, una vez mi familia vio una película que incluía vívidas escenas de persecución contra los primeros cristianos. Recuerdo que en la noche me quedé despierto, aterrado por esas imágenes de cristianos quemados en las calles y sirviendo de alimento para los leones. No pude evitar imaginarme en el lugar de aquellos atribulados creyentes. En ese momento, yo supuse que ellos eran perseguidos simplemente por ser cristianos, pero a medida que he estudiado la historia de la iglesia primitiva, me he dado cuenta de que no es tan simple. Y en tanto que la simplicidad da paso a la realidad, veo que hay algunas importantes lecciones que podemos aprender hoy a través de aquella persecución a la primera iglesia. Los primeros cristianos vivían dentro del Imperio Romano, y a pesar de lo que puedes haber oído, Roma era sorprendentemente tolerante con otras religiones. A medida que conquistaban a las naciones circundantes, rara vez exigían plena lealtad a la religión o los dioses romanos tradicionales. Le permitían a la gente seguir adorando sus propios dioses en gran medida a su manera. Sin embargo, los cristianos fueron perseguidos. ¿Por qué? El gran desafío del Imperio Romano era unir muchas culturas, creencias y naciones bajo una bandera común. A medida que sus ejércitos conquistaban territorios que se extendían desde Alemania a África del Norte, desde España a Siria, este desafío se volvió cada vez más difícil. ¿Qué podía servir como una especie de vínculo que lo contuviera todo? La respuesta obvia era el Emperador. Él podía erguirse como la viva encarnación del imperio, de modo que el Emperador fuera sinónimo de lealtad a Roma. ¿Y cómo se podía manifestar esa lealtad? Exigiendo que cada ciudadano le ofreciera un sacrificio como si él fuera divino. Así que Roma no insistió en que todos se convirtieran a su religión; meramente insistía en que cada religión añadiera un pequeño homenaje al Emperador, un pequeño acto de adoración que sirviera como muestra de lealtad al imperio. Los cristianos rehusaron hacer esto. Su lealtad última y exclusiva a Jesucristo les impedía presentar la ofrenda, y esta negativa fue la causa de gran parte de la persecución. Es crucial entender que, desde la perspectiva de Roma, la persecución no se trataba primordialmente de religión, sino de política. La renuencia de los cristianos a añadir este pequeño elemento a su adoración los hacía parecer desleales al Emperador y su imperio. Al no presentar su ofrenda al César, no estaban fallando en una prueba religiosa sino más bien una prueba de buenos ciudadanos. Ellos rehusaban participar en la ceremonia que simbolizaba la unidad del imperio. En consecuencia, fueron perseguidos como ciudadanos desleales que estorbaban en lugar de fortalecer su sociedad. Es en este punto que podemos hacer bien en aprender algunas lecciones para nuestros días. Nuestras sociedades intentan mantener la unidad en medio de la creciente diversidad; no obstante, han abandonado o descartado la mayoría de los elementos que tradicionalmente nos han vinculado. Esto nos deja buscando nuevos medios para fomentar y expresar la unidad. El principio unificador que ha cobrado prominencia es la tolerancia, un nuevo tipo de tolerancia centrado en la moderna ética y costumbres sexuales. Allí donde la tolerancia en otro tiempo llamaba al respeto a pesar del desacuerdo, hoy exige mucho más. Solo se nos considera tolerantes cuando promovemos y celebramos nuevas formas de entender el matrimonio, la sexualidad y el género. Aquellos que se niegan a celebrar lo que creen que Dios prohíbe son considerados desleales al principio unificador de la sociedad. Se considera que obstaculizan en vez de colaborar con la fortaleza y el crecimiento de este gran nuevo «imperio». Esta es una similitud entre nosotros y Roma: así como cada religión en el Imperio Romano tenía que añadir un pequeño homenaje al Emperador, hoy encontramos que cada religión (y cada grupo, de hecho) tiene que añadir un elemento de tolerancia. Manifestamos nuestra lealtad a la sociedad cuando expresamos tal tolerancia, y manifestamos deslealtad si rehusamos hacerlo. Si fallamos en la prueba de la tolerancia, fallamos en la prueba del buen ciudadano. Esta es una segunda similitud: hoy la gente está totalmente dispuesta a tolerar la fe cristiana siempre y cuando no perturbe el principio unificador de la tolerancia. A los cristianos de la iglesia primitiva se les permitía seguir adorando a Jesús, cantar sus canciones, y predicar su Escritura, con tal de que añadieran aquel pequeño gesto al Emperador. Asimismo, nosotros somos libres de seguir adorando a Jesús, cantando nuestras canciones y predicando nuestra Escritura, con tal de que aceptemos estas nuevas definiciones de matrimonio, género, etc. No necesitamos abandonar nuestra fe, sino solo modificarla levemente para que se acomode mejor a los tiempos. Y una tercera similitud: así como las personas que rodeaban a los primeros cristianos insistían en que no había inconsecuencia en adorar a Jesús y ofrecer una pisca de incienso al Emperador, la gente a nuestro alrededor hoy insiste en que no hay inconsecuencia entre esta nueva moral sexual y la Biblia. Aquellos primeros cristianos sabían cuál era la verdad y sufrieron las consecuencias. Nosotros también conocemos la verdad, y puede que nos veamos obligados a sufrir las consecuencias. Escribiendo acerca de la iglesia primitiva, Bruce Shelley dijo: «Al romano, el cristiano le parecía sumamente intolerante y demencialmente obstinado; peor aún, era un ciudadano desleal confeso». Pero ese cristiano, con toda su obstinación, mantenía una conciencia limpia delante de Dios. Estaba dispuesto a sufrir, sabiendo que le debía una mayor lealtad a Cristo que a cualquier emperador, a su nación celestial que a cualquier imperio. Ojalá se diga lo mismo de nosotros hoy en día.