En cierto sentido, estamos menos familiarizados con la muerte que nuestros antepasados y más aislados de sus horrores. Por supuesto que la tasa de mortalidad en el siglo veintiuno es idéntica a la de todos los siglos anteriores y a la de todos los siglos venideros: “Está decretado que [todos y cada uno de] los hombres mueran una sola vez, y después de esto, el juicio” (Heb 9:27). Así que, quizás sea mejor decir que estamos menos familiarizados con lo que consideramos muerte prematura: la muerte de bebés, niños y adultos jóvenes.
Como estamos menos familiarizados con la muerte, tendemos a prepararnos menos para su invasión inevitable. Dado que la esperanza media de vida se prolonga mucho más allá de los setenta años prometidos, es bastante fácil considerar la muerte, la jubilación, las pensiones y las herencias como asuntos que deberían preocuparnos en el futuro, pero no ahora.
Sin embargo, no siempre fue así, y hay lecciones que podemos y debemos aprender de las generaciones anteriores de cristianos, ya que ellos tuvieron una mayor comprensión de la importancia de estar preparados para enfrentar a la muerte. Ellos tuvieron que enfrentarse con eso. Al igual que los socorristas, ellos tenían que estar en un estado de preparación constante, listos para ser desplegados en cualquier momento. Como sirvientes, tenían que estar vestidos y listos para el momento en que fueran llamados a la presencia del rey. No tenían el lujo de asociar la muerte con una vida bien vivida hasta una edad madura. La muerte podía llegar rápidamente y en cualquier momento. Y así solía ser.
Al leer a los puritanos y a sus sucesores, a menudo me he encontrado con una pequeña frase cautivadora: “Tocar la puerta de la tumba”. Jeremy Taylor escribió un libro entero sobre la muerte cristiana y dijo lo siguiente: “El que quiera morir bien debe buscar siempre a la muerte, cada día tocando la puerta de la tumba; y entonces la puerta de la tumba nunca prevalecerá contra él para hacerle mal”. Theodore Cuyler contaba a veces que paseaba por el cementerio de Greenwood, donde habían enterrado a tres de sus hijos ―dos de bebés y uno adulto joven― y aprovechaba el tiempo que pasaba allí para tocar metafóricamente la puerta de la tumba, «para escuchar si algún eco doloroso regresaba desde adentro».
Nosotros también deberíamos acostumbrarnos a tocar la puerta del sepulcro. Llamar a las puertas de la tumba es reflexionar sobre las señales positivas de la gracia que se asocian con los que aman al Señor y partirán de esta vida para estar con Él para siempre. Es considerar las señales de depravación e hipocresía que están asociadas con aquellos que odian al Señor y partirán de esta vida para estar separados de Él para siempre. Es prestar atención a la admonición del apóstol que imploró a los cristianos: “Pónganse a prueba para ver si están en la fe. Examínense a sí mismos. ¿O no se reconocen a ustedes mismos de que Jesucristo está en ustedes, a menos de que en verdad no pasen la prueba? Pero espero que reconocerán que nosotros no estamos reprobados” (2Co 13:5-6).
Tocamos la puerta de la tumba cuando oramos: “Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, y guíame en el camino eterno” (Sal 139:23-24). Llamamos a la puerta cuando clamamos a Dios: “Examíname, oh Señor, y pruébame; Escudriña mi mente y mi corazón. Porque delante de mis ojos está Tu misericordia, y en Tu verdad he andado” (Sal 26:2-3). Tocamos la puerta cuando nos preparamos para celebrar la Cena del Señor y nos examinamos a nosotros mismos, y así comemos del pan y bebemos de la copa (1Co 11:28). Llamamos a la puerta cuando consideramos si nuestras vidas están cada vez más marcadas por esas preciosas evidencias de la gracia salvadora y santificadora de Dios.
Cuando tocamos la puerta de la tumba de estas formas y de muchas otras, escuchamos pensativamente para oír los ecos lejanos del coro de ángeles o los ecos lejanos del martillo del juicio final. Llamamos y escuchamos ecos alentadores o preocupantes, agradables o dolorosos. Llamamos y escuchamos para estar preparados para el día ―el día inevitable― en el que las puertas se abrirán para darnos la bienvenida a una nueva vida o a una segunda muerte, en la dicha del cielo o en los horrores del infierno. Llamamos para asegurarnos de que estamos esperando, para asegurarnos de que estamos preparados, para asegurarnos de que iremos a estar con el Señor que amamos.
Este artículo se publicó originalmente en Challies.