El orgullo te matará. Eternamente. El orgullo es sin duda, el pecado que te impide clamar por un Salvador. Aquellos que piensan que están bien no buscarán un médico.
Tan peligroso como es, el orgullo es igual de difícil de detectar. Cuando se trata de diagnosticar nuestros corazones, los que padecemos del orgullo tenemos un tiempo de desafío para identificar nuestra enfermedad. Este mal infecta nuestra vista, haciendo que nos veamos a través de una lente que colorea y distorsiona la realidad. El orgullo pintará incluso nuestra fealdad por el pecado como hermosa y encomiable.
No podemos concluir que no luchamos con este pecado porque no vemos orgullo en nuestros corazones. Los momentos cómodos en los que me doy palmaditas en la espalda por lo bien que lo estoy haciendo son los momentos que más deberían alarmarme. Tengo que tomar los lentes de la humildad de Cristo, recordando que nada bueno habita en mi carne, y buscar en mi corazón los síntomas de esta enfermedad espiritual.
En un ensayo sobre el orgullo no detectado, Jonathan Edwards señala siete síntomas sigilosos de la infección del orgullo.
1. Busca los defectos de otros
Mientras que el orgullo nos permite filtrar el mal que vemos en nosotros mismos, también nos hace filtrar la bondad de Dios en los demás. Los tamizamos, dejando que sólo sus defectos caigan en nuestra percepción de ellos.
Cuando me siento a escuchar un sermón o estudiar un pasaje de la Biblia, es el orgullo el que provoca la terrible tentación de omitir la cirugía del Espíritu en mi propio corazón y, en su lugar, redactar una entrada mental en el blog o planificar una posible conversación para las personas que “realmente necesitan escuchar esto”.
Escribe Edwards: “La persona espiritualmente orgullosa lo muestra en su forma de encontrar faltas en otros santos. . . El cristiano humilde tiene tanto que hacer en su casa y ve tanto mal en sí mismo, que no suele ocuparse mucho de otros corazones”.
2. Un espíritu duro
Aquellos que tienen la enfermedad del orgullo en sus corazones hablan de los pecados de otros con desprecio, irritación, frustración o juicio. El orgullo se agazapa en nuestro menosprecio de las luchas de otros. Está escondido en nuestras bromas sobre las «locuras» de nuestro cónyuge. Incluso puede estar acechando en las oraciones que lanzamos por nuestros amigos que están manchadas de irritación y exasperación.
Edwards escribe: «Los cristianos que no son más que compañeros de viaje deberían, al menos, tratarse unos a otros con tanta humildad y gentileza como Cristo los trata».
3. Superficialidad
Cuando el orgullo vive en nuestros corazones, estamos mucho más preocupados por la percepción que los demás tienen de nosotros que por la realidad de nuestros corazones. Luchamos contra los pecados que tienen un impacto en cómo nos ven los demás, y hacemos las paces con los que nadie ve. Tenemos mucho éxito en las áreas de santidad que tienen una responsabilidad muy visible, pero nos preocupamos poco por las disciplinas que ocurren en secreto.
4. Está a la defensiva
Aquellos que se sostienen sólo en la solidez de la justicia de Cristo encuentran un refugio seguro contra los ataques de los hombres y de Satanás. La verdadera humildad no se desequilibra ni se pone a la defensiva por el desafío o la reprimenda, sino que continúa haciendo el bien, confiando el alma a nuestro fiel Creador.
Edwards dice: «Para el cristiano humilde, cuanto más esté el mundo contra él, más silencioso y quieto estará, a menos que sea en el recinto de oración, y allí no estará quieto».
5. Presunción ante Dios
La humildad se acerca a Dios con una humilde seguridad en Cristo Jesús. Si en esa ecuación faltan la «humildad» o la «seguridad», nuestro corazón podría estar infectado de orgullo. A algunos de nosotros no nos falta audacia ante Dios, pero si no tenemos cuidado, podemos olvidar que Él es Dios.
Edwards escribe: «Algunos, en su gran regocijo ante Dios, no han prestado suficiente atención a esa regla del Salmo 2:11, Adorad al Señor con reverencia, y alegraos con temblor”.
Otros de nosotros no sentimos confianza ante Dios. Lo que suena a humildad, pero en realidad es otro síntoma de orgullo. En esos momentos, estamos testificando que creemos que nuestros pecados son mayores que Su gracia. Dudamos del poder de la sangre de Cristo y nos quedamos mirando a nosotros mismos en lugar de a Cristo.
6. Desesperación por atención
El orgullo está hambriento de atención, respeto y adoración en todas sus formas.
Tal vez suene a jactancia desvergonzada sobre nosotros mismos. Quizás es ser incapaces de decir «no» a nadie porque necesitamos que nos necesiten. Es posible que se parezca a tener una sed obsesiva por casarnos (o a fantasear con un matrimonio mejor) porque estamos hambrientos de ser adorados. Probablemente se parece a ser acechado por el deseo de tener el coche correcto, la casa perfecta o el título adecuado en el trabajo. Todo porque buscas la gloria que viene de los hombres, no de Dios.
7. Ignorar a los demás
El orgullo prefiere a algunas personas sobre otras. Honra a los que el mundo considera dignos de honor, dando más peso a sus palabras, deseos y necesidades. Hay una emoción que me recorre cuando los que tienen «poder» me reconocen. Consciente o inconscientemente, pasamos por alto a los débiles, a los incómodos y a los poco atractivos, porque no parecen ofrecernos mucho.
Quizás muchos de nosotros luchamos con el orgullo más de lo que pensamos
Pero hay buenas noticias para todos nosotros. La confesión de este pecado señala el principio del fin del orgullo. Indica que la guerra ya se está librando. Porque sólo cuando el Espíritu de Dios se mueve, humillándonos, podemos quitarnos los lentes del orgullo de los ojos y vernos con claridad , identificando la enfermedad y buscando la cura.
Por la gracia de Dios, podemos volver a acudir al glorioso evangelio en el que andamos y recibir sus beneficios, incluso al identificar el orgullo en todos sus escondrijos dentro de nosotros. Así como mi orgullo oculto me llevó a la muerte, el reconocimiento del mismo me lleva a la vida al hacer que me aferre más ferozmente a la justicia de Cristo.
Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, y guíame en el camino eterno. (Sal. 139:23-24)