En el cálido verano canadiense, en los confines de un bosque lejano, una semilla de arce cae del cielo. Esta semilla, llamada sámara, es una obra maestra del diseño que se parece mucho a las aspas de un pequeño helicóptero. Al caer al vacío, gira, y ese movimiento genera una elevación que la mantiene flotando en el aire el tiempo suficiente como para caer lejos de la sombra asfixiante de su árbol madre. Cuando esa semilla cae como un helicóptero, una suave brisa la empuja y aterriza en un saliente de roca cercano. Durante uno o dos días permanece allí, expuesta al sol y a la lluvia, hasta que una repentina ráfaga de viento la empuja hacia una pequeña grieta. Y allí germina la semilla, allí encuentra tierra suficiente para echar sus primeras y tímidas raíces, allí se convierte en un retoño, allí empieza a crecer hasta convertirse en un árbol. A medida que pasan los años, a medida que el arce crece, sus raíces se adentran más profundamente en esa grieta, empujan con una fuerza constante e implacable, hasta que finalmente rompen la poderosa roca en dos.
Muchas iglesias se han dividido y separado por lo que comenzó como algo un poco más grande que una semilla. Esa disputa era para la iglesia igual que la semilla para la roca: diminuta, débil, insignificante si se compara con ella. Sin embargo, contenía en su interior todo el potencial para acabar partiendo la congregación en dos. A medida que pasaba el tiempo, a medida que las relaciones se distanciaban, a medida que se formaban grupos, a medida que los frentes de batalla se dibujaban, la disputa presionaba cada vez más fuertemente contra los cimientos de la unidad. Y entonces llegó esa última palabra desconsiderada, esa última acción irreflexiva, esa última decisión mal entendida, y como una roca se rompe por la fuerza de las raíces, la iglesia se partió en dos.

Desde el momento en que aquella pequeña semilla de arce se posó en la grieta y empezó a echar raíces, era solo cuestión de tiempo antes que rompiera la roca. Era inevitable mientras el retoño estuviera sano, mientras se alimentara de sol, la tierra y el agua, mientras pudiera seguir creciendo. Tarde o temprano sus raíces serían lo suficientemente grandes como para generar la presión que haría que la roca se rompiera. La única esperanza de la roca era que el árbol fuera arrancado mientras era joven, mientras sus raíces eran todavía superficiales y débiles. Pero siempre que las raíces siguieran ahí, el peligro permanecería. Y un día, inevitablemente, la roca cedió.

Y de la misma manera, cada cristiano debe vigilar constantemente para evitar las pequeñas semillas de disputa que caen en pequeñas grietas de desunión. Porque las pequeñas disputas tienden a convertirse en grandes disputas, a convertirse en algo mucho más grande de lo que jamás hubiéramos pensado o imaginado. Qué bueno y qué bonito es cuando vivimos juntos en la unidad; qué triste y qué espantoso cuando dejamos que nos separen. Unas pequeñas zorras desbocadas pueden arruinar toda una viña, unas pequeñas malas hierbas sin arrancar pueden ahogar una gran cosecha, unas pequeñas semillas pueden brotar para partir las más grandes rocas, e incluso las pequeñas disputas, cuando se dejan crecer, pueden alejar a los hermanos de los hermanos y a las hermanas de las hermanas.
Publicado originalmente en Challies.