Hay pocas bendiciones más ricas que tener un buen nombre, y pocos honores más grandes que tener una buena reputación. «Es mejor elegir tener un buen nombre que las muchas riquezas», dice Salomón, y «más vale la buena reputación que el perfume costoso»1. Siendo así, nos corresponde a nosotros tratar con cuidado el nombre de los demás, y respetar lo que ellos más aprecian. Podríamos justificar el descuido con las minucias y baratijas de otro hombre, pero ciertamente no con su buen nombre. Sin embargo, ninguno de nosotros puede negar que a menudo hemos sido imprudentes con lo que otros consideran precioso. Ninguno de nosotros puede negar que a menudo hemos mancillado un nombre en lugar de honrarlo, lo hemos disminuido en lugar de fortalecerlo. Hemos encontrado mayor satisfacción en la dureza que en la amabilidad, en derribar en lugar de edificar. Hemos iniciado rumores, hemos difundido chismes, hemos fomentado falsas impresiones, creímos mentiras, no hemos amado a nuestro prójimo como a nosotros mismos. A veces hemos sido motivados por la envidia, porque cuando nos comparamos con otra persona y sentimos nuestra propia carencia, es mucho más fácil derribar a la otra persona que levantarnos a nosotros mismos. A veces hemos sido motivados por los celos, porque cuando vemos las posesiones o los logros de otros, podemos conspirar contra ellos en nuestro corazón. A veces hemos sido motivados por pura codicia, pensando que solo hay suficientes elogios para una sola persona, de modo que los aplausos que se le dan de alguna manera nos disminuyen. Y así los calumniamos fabricando cosas falsas y maliciosas; los difamamos al dejar que la información permanezca aun cuando sabemos que es falsa; los calumniamos al difundir rumores a otros; mentimos acerca de ellos cuando transmitimos información no corroborada o exagerada; chismeamos contra ellos cuando compartimos con terceras personas lo que no necesitan saber; somos descorteses con ellos cuando nos enfocamos más en sus defectos que en sus virtudes, más en sus debilidades que en sus múltiples fortalezas. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia», dice Jesús, y demostramos que hemos recibido esa misma misericordia cuando la dispensamos a nuestro prójimo. Y mientras esa misericordia se presenta de muchas formas: corazones que se preocupan, manos que ayudan, palabras que fortalecen, también se expresa cuando protegemos el nombre de otra persona. Actuamos con misericordia cuando actuamos en su bien: deteniendo el chisme en lugar de trasmitirlo, pasando por alto las ofensas en lugar de darlas a conocer, dejando a un lado información no confirmada en vez de creerla, jactándonos de las victorias de Dios en una vida en lugar de las victorias del mundo, de la carne o del diablo. Esto es cierto ya sean amigos o familiares, desconocidos o famosos, cristianos o incrédulos, porque no tenemos pases libres cuando se trata de mentir, exagerar, chismear y otras transgresiones similares. No es menos pecaminoso chismear acerca de un político odiado que hacerlo de un padre amado, de una celebridad descarriada o de un amigo preciado, porque todos fueron creados a imagen de Dios, todos tienen dignidad y valor, todos deben ser objetos de nuestro amor, todos caen bajo el estandarte sagrado de «prójimo». Jesús dice que a quien se le ha perdonado mucho, amará mucho y precisamente de esa manera, a quien se le ha mostrado mucha misericordia, estará deseoso de extenderla a los demás. Quienes creemos en Jesucristo hemos recibido una misericordia sin medida y, por lo tanto, debemos ser gozosamente misericordiosos a cambio—misericordiosos incluso, y quizás especialmente, para proteger la preciosa bendición que es un nombre bueno y recto. Inspirado, en parte, por el comentario de Thomas Watson sobre el Sermón del Monte. [1] Proverbios 22:1, Eclesiastés 7:1 Este artículo se publicó originalmente en inglés en https://www.challies.com/articles/the-mercy-of-protecting-reputations/