¿Alguna vez has pensado en ti misma y en tu situación actual y sientes que la vida es injusta? Durante toda mi vida como estudiante sobresalí por ser aplicada, en la universidad me esforcé por graduarme en el tiempo estipulado según el plan de estudios; no me gradué con honores, pero nunca fui una mala estudiante. Siempre me consideré a mí misma como una persona inteligente más que muchos de mis compañeros e incluso mis amigos. Estaba más que segura que al egresar de la universidad, el mundo laboral me esperaría con los brazos abiertos, que yo sería la solución de muchos problemas de salud en mi país. Sin embargo, al graduarme, el mundo me esperaba como un futbolista espera el balón; es decir, para hacerme rodar después de un golpe y mandarme a otro jugador para que de la misma forma me pateara. Suena algo melodramático, pero así lo sentía en ese momento. Cada vez que veía que uno de mis excompañeros (los cuales consideraba con un intelecto y capacidades inferiores a las mías), tenía un buen trabajo, ostentaba algún puesto público importante, era entrevistado por los medios de comunicación o era parte de proyectos innovadores; la frustración y la envidia se apoderaba de mí y le reclamaba a Dios: “¿Qué hay de mí?” “¿Acaso no me merezco esas cosas más que ellos?”. Por más que intentaba, no podía posicionarme como profesional y era rechazada una y otra vez, ¡incluso como voluntaria! A veces parecía que las cosas estaban empezando a mejorar y de repente todo se venía abajo y volvía a sentirme como un gran fracaso andante. La verdad, viví varios años preguntándome por qué me iba tan mal si yo era capaz, inteligente, abnegada y sobre todo “buena persona”, yo no me merecía esa “suerte”. Pensaba: “Yo jamás trataría mal a un paciente como otros lo hacen, jamás sería negligente como algunas personas que conozco, nunca trataría de aprovecharme y cobrar más de lo justo, de hecho, yo estudié medicina con el genuino deseo de servir a Dios con mi carrera”. Y la lista de todas las virtudes que yo creía poseer puede seguir, pero, el punto es que, gracias al Espíritu Santo, Dios me llevó entender dolorosamente que en parte yo sí tenía razón: con seguridad no merecía la vida que tenía, yo merecía algo mucho peor. Así es, una criatura tan mala y vil como yo solo merece cosas malas. Sinceramente, me costó mucho reconocer que soy mala, pero no puedo luchar contra lo que dice la Biblia en pasajes como Romanos 3:12 “… No hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno”. o Isaías 64:6 “Todos somos como el inmundo, y como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas; todos nos marchitamos como una hoja, y nuestras iniquidades como el viento nos arrastran”. Creo que estos versículos no dejan mucho espacio para comentar, simplemente si soy humano, yo estoy incluida en ese “Todos”. Crecí en un hogar cristiano y me abstuve de muchas cosas, tuve un estilo de vida “sano” y eso me llevó a pensar que era buena, que Dios me escogió porque yo era especial y lastimosamente por muchos años la iglesia a la que pertenecía, reforzó ese sentimiento en mí al enseñarme tales cosas como que yo era una “princesa” hija de un Rey y merecía todo lo “mejor”. Que solo debía reclamar lo que merecía y mi Padre (como el papá de una niña caprichosa) correría a dármelo. Lastimosamente, esa era mi forma de pensar y me arrepiento con todas las fuerzas de mi corazón por ofender así a mi creador, mi amo, mi Señor. En Mateo 19 vemos el relato sobre Jesús y el joven rico, un muchacho que se creía bueno, pero Jesús le corrige diciendo: “solo uno es bueno”, refiriéndose al Padre. Este joven guardaba la ley, me imagino que como yo siempre trataba de obedecer a sus padres, de sacar buenas notas, de no ir a fiestas, de tener buenas amistades y, sin embargo, Jesús le dice: “si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y da a los pobres y tendrás tesoros en el cielo; y ven y sígueme” (Mat. 19: 21). El Señor está retando a este joven a negarse a sí mismo, a aceptar que nada de lo que es y lo que tiene, es bueno. El relato termina con el muchacho triste dando la vuelta y alejándose de Jesús. No puedo juzgar al joven rico, Dios no le concedió fe y por eso dio la vuelta y se fue; probablemente yo me hubiera ido también, de no ser por la misericordia de Dios que abrió mis ojos y me hizo entender que su propósito para mí era eterno y no perecedero como las cosas que yo perseguía en este mundo. Uno de los pastores de mi congregación, muy repetidamente al preguntarle: ¿cómo está? Contesta: “Mejor de lo que merezco”. Y definitivamente es así. No importa la situación que estemos pasando, por muy dura que sea no se compara al infierno, que es lo que realmente merecemos por nuestros pecados y maldades. Solo la gracia de Dios, el único bueno, pudo librarnos de lo que merecíamos. El mundo nos insta a hacernos valer, a empoderarnos, a levantar nuestra frente y vivir creyendo que merecemos todo lo que queramos tener; más en contraste, Jesús en el sermón del monte, bendice a los pobres de espíritu (Mat. 5:3), aquellos que se consideran indignos delante de Dios, aquellos que saben que cualquier virtud y don que tengan no es suyo, sino que proviene de lo alto (Stg. 1:17), aquellos que saben que solo por gracia tendrán vida eterna (Ef. 2:8-9). ¡Oh Señor!, danos un corazón humilde que pueda reconocer que el Reino de los cielos es de aquellos que aceptan su incapacidad humana y su poca valía sin ti.