¿Sabías que el uso excesivo de las redes sociales genera depresión en los jóvenes? Así lo demuestra un estudio de la Asociación Americana de Psicología. Confieso que este informe me dejó muy alarmada, sobre todo me dejó pensando largo rato en los dos lados implicados: ¿qué está pasando con estos jovencitos y qué está pasando con sus padres? ¿Están las madres (¡y los padres!) pastoreando a sus hijos? Así como los antiguos pastores de Israel vigilaban su rebaño, protegían sus ovejas de animales salvajes y de salteadores de camino, y además se aseguraban de que no hubiera ningún corderito enfermo o herido, los padres debemos pastorear a nuestros hijos. De los numerosos roles que desempeñamos en la vida, el ser padres es el más importante de todos. Es una gran responsabilidad que implica tomar de la mano a nuestros hijos y guiarlos hasta el mismo corazón de Cristo (Pr. 22:6). Gracias a Dios contamos con la Biblia para desempeñar esta transcendental tarea. Cada generación tiene sus tentaciones y sus propios riesgos. En estos tiempos donde disfrutamos de avances tecnológicos que hasta hace relativamente poco ni siquiera imaginábamos, nuestros niños y adolescentes sufren cada vez más de desórdenes alimenticios, trastornos depresivos y sentimientos de inseguridad y desaliento en comparación con las generaciones anteriores.
¿Por qué se deprimen nuestros hijos?
Son innumerables las causas que pueden deprimir a un niño. Ellos están expuestos a numerosas trampas. La internet y las redes sociales son una de ellas. Hay datos estadísticos que indican que los adolescentes pasan nueve horas al día con los ojos pegados a sus pantallas. A partir de los trece años un chico puede crearse un perfil en Instagram y Facebook. Y algunos menores de trece tienen acceso a estas plataformas, con o sin, la autorización de sus padres. ¡¿No te parece alarmante?! La mente de un niño es muy frágil. Ellos pueden ser heridos o dañados fácilmente. Satanás no perderá la oportunidad de sacar provecho. Del mismo modo que engañó a Eva en el Edén seducirá al chiquillo que hasta hace poco arrullábamos entre los brazos. Con solo deslizar su pulgar por su Smartphone será aguijoneado con falsos y ponzoñosos pensamientos: ¿Por qué no soy tan popular? ¿Por qué no tengo ese cabello? ¿Por qué no soy tan atlético? ¿Por qué no tengo treinta mil seguidores y mil “me gusta” en mis fotos? La presión social a la que se ven sometidos nuestros hijos es abrumadora. Al ver las fotos de la aparente “vida perfecta” que postean sus amigos creen que sus vidas son miserables. Al compararse con el seudo mundo de Instagram donde a todos les va bien, visten a la moda, viajan a lugares paradisiacos, comen en los mejores restaurantes, se sienten desdichados porque no pueden alcanzar esos falsos parámetros de felicidad. La tecnología es un arma de doble filo. Por un lado tiene enormes beneficios, pero también está llena de peligros. Un informe del “Journal of the American Medical Association”, (Revista de la Asociación Médica de EE. UU), indicó que en el 2017 el ritmo al que los jóvenes estadounidenses se quitaron la vida alcanzó una marca histórica. Entre la larga lista de causas que han contribuido al aumento de los suicidios juveniles, las investigaciones arrojaron altos índices de depresión y ansiedad por los niveles sin precedentes de uso de los medios sociales.
¿Cómo podemos ayudarlos?
Háblale a Dios acerca de ellos. Lo más importante que debemos (y ¡urge!) hacer es doblar rodillas y orar persistentemente por la vida de cada uno de nuestros hijos. La oración eficaz de una madre piadosa puede lograr mucho (Stg. 5:16). Hay ocasiones en que la oración se convierte en una lucha. Y digo lucha, porque debemos estar dispuestas a dar la batalla con uñas y dientes a fin de ganar los corazones de nuestros hijos para Cristo.
No podemos dejar a nuestros niños y adolescentes a merced de las trampas del mundo (Ef. 6:11). Las madres tenemos la tremenda responsabilidad (delegada por Dios) de orar y velar incesantemente por ellos (Fil. 4:6). Orar por la salvación de sus almas es más importante que por cualquier otra cosa que puedan necesitar. Sin la obra salvadora de Cristo nuestros hijos están en completa oscuridad. Se hayan en un estado de depravación que los arrastra y esclaviza al pecado (Sal. 51:5; Pr. 5:22).
Una de mis oraciones más fervientes por mi hija y mis sobrinos se encuentra en (2 Tim. 2.10): “Todo lo soporto por amor a los escogidos, para que también ellos obtengan la salvación que está en Cristo Jesús, y con ella gloria eterna”. Querida madre, el regalo de amor más extraordinario que le puedes ofrecer a tus hijos es orar por la salvación de sus almas.
Háblales a ellos acerca de Dios. “¿Cómo puede el joven guardar puro su camino?” (Sal. 119:9). “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien le predique?” (Rom. 10:14).
Las madres cristianas tenemos el sublime llamado de predicar el evangelio en nuestros hogares. Ningún otro servicio a Dios es más importante. Un niño que diligentemente es entrenado en “el camino en que debe andar” (Pr. 22:6), no estará exento de los peligros de este mundo, pero gracias a la preciosa semilla sembrada en su tierna infancia tendrá los sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal (Heb. 5:14).
Eunice, la piadosa madre de Timoteo, y su abuela Loida, son un digno ejemplo de lo que nosotras debemos hacer por nuestros retoños. Ellas enseñaron a Timoteo desde muy chico a amar y obedecer el evangelio. El apóstol Pablo reconoció su encomiable labor en una de sus cartas: “Porque tengo presente la fe sincera que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también” (2 Tim. 1:5-7).
Querida madre cristiana, graba en tu corazón la Palabra de Dios para instruir y corregir a tus hijos con ella. En el Antiguo Testamento el Señor ordenó a las madres y padres deIsrael memorizar sus decretos, ponerlos por obra, y enseñarlos a sus hijos y nietos para que los obedecieran y se aseguraran de un porvenir largo y próspero.
“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y diligentemente las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Y las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus ojos” (Deut. 6:6-8).
Predica con el ejemplo. Los niños son como esponjas que continuamente absorben y aprenden por imitación. No basta con decirles lo que es correcto, hay que enseñarlos con el ejemplo. “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no abandones la enseñanza de tu madre…” (Prov. 1:8).
Las madres somos las primeras maestras de nuestros hijos. Debemos estar atentas a cómo nos comportamos frente a ellos: ¿Qué estamos haciendo en nuestros hogares cuando nuestros niños nos miran? ¿Cuáles son las palabras que salen de nuestra boca? ¿Cuáles son nuestros hábitos? ¿Cómo usamos el tiempo? ¿Qué les estamos enseñando?
Si pasamos horas y horas frente a la pantalla del móvil, ¿cómo podremos exigirles que limiten su tiempo en las redes sociales? Si no oramos ni leemos la Biblia con ellos, ¿cómo podrán confiar en Dios? En este mundo del selfie es vital que les enseñemos a los niños y jóvenes (¡con el ejemplo!) que su sed apremiante de satisfacción plena solo puede ser saciada en Cristo.