En todos los años que llevo escribiendo nunca he tenido que escribir palabras más difíciles, más devastadoras que estas: ayer el Señor llamó a mi hijo para sí, mi amado hijo, mi dulce hijo, mi buen hijo, mi piadoso hijo, mi único hijo. Nick estaba jugando con su hermana y su prometida, así como con otros estudiantes cuando de repente se desplomó, sin recobrar nunca la conciencia. Estudiantes, paramédicos y médicos lucharon valientemente por su vida, pero no pudieron salvarlo. Está con el Señor que amaba, el Señor al que anhelaba servir. No tenemos respuestas para los qué o por qué. Ayer Aileen y yo lloramos y lloramos hasta que no podíamos llorar más, hasta que no nos quedaron más lágrimas. Luego, más tarde en la noche, nos miramos a los ojos y dijimos: «Podemos hacerlo». En nosotros no está el querer hacerlo, pero podemos sobreponernos, —esta pena, este dolor, esta devastación— porque sabemos que no tenemos que hacerlo con nuestras propias fuerzas. Podemos hacerlo como cristianos, como un hijo e hija del Padre, que sabe lo que significa perder a un Hijo. Viajamos durante la noche para llegar a Louisville, Kentucky EEUU y así poder estar juntos como familia. Les pedimos que nos recuerden en sus oraciones mientras lloramos juntos nuestra pérdida. Sabemos que nos esperan días agotadores y noches sin dormir. Pero por ahora, aunque nuestras mentes están desconcertadas y nuestros corazones destrozados, nuestra esperanza está fija y nuestra fe se mantiene firme. Nuestro hijo está en casa.