Con bastante frecuencia, surge en las noticias un titular trágico que dice algo como esto: ”Dueño desprevenido asesinado por una anaconda que tenía como mascota”. La historia continúa describiendo la forma en que una persona ingenua compró una serpiente como mascota. Todo va bien hasta que la serpiente se escapa, se desliza en la habitación del dueño o de alguno de sus hijos y consume a una víctima que está durmiendo. Algunos de nosotros tratamos al pecado del mismo modo. Sabemos que puede ser peligroso, pero suponemos que podemos domesticarlo y controlarlo. Tal vez nuestro pecado nos siga la corriente por un tiempo dando la apariencia de estar subyugado, pero siempre buscará la oportunidad de atacar. Aunque hemos sido librados de la esclavitud del pecado, nuestra carne de pecado aún busca oportunidades de complacerse en el mal. Mortificar el pecado es la única manera segura de tratar con nuestro pecado remanente. Dios nos ordena: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (Col 3:5). El pecado no debe ser enjaulado o mimado, sino mortificado, pues no hay un tratado de paz con él. Es por ello que John Owen advirtió acertadamente: “Mata el pecado o el pecado te matará a ti”. Los pasos que demos en nuestra batalla contra el pecado son una cuestión de vida o muerte — “porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). Hay muchísimo en juego. El pecado no tiene el deseo de convivir, sino de dominar. El apóstol Pedro nos ruega “que os abstengáis de las pasiones carnales que combaten contra el alma” (1 Pedro 2:11). Mientras sigamos en este mundo, el pecado buscará sabotear nuestro amor por Dios y avivar el amor por otros dioses. Debemos hacer todo lo que sea necesario para mortificarlo. El amor por Dios y por el pecado no pueden vivir juntos. Mata tu amor por el pecado, o el amor por el pecado matará tu amor por Dios.
¿Por qué no mortificamos nuestro pecado?
Pero algunos de nosotros somos renuentes a mortificar nuestros pecados. No matamos a los depredadores que merodean con intenciones siniestras (1 Pedro 5:8). Pasamos por alto el pecado que se agazapa con deseos por nosotros (Génesis 4:7). No instalamos el software de rendición de cuentas ni nos deshacemos del teléfono inteligente que nos lleva a pecar de forma reiterada. No borramos el contacto de ese antiguo amor. Mantenemos esa cuenta bancaria secreta fuera de la vista. Confesamos algunos de nuestros pecados, pero ocultamos nuestra parte más oscura. ¿Qué impide que mortifiques tu pecado? ¿Por qué eres renuente a matar al que te ronda y busca destruirte? A pesar de que el corazón de cada uno de nosotros sea engañoso en sus propios caminos, voy a sugerir que no matamos nuestro pecado a causa de una combinación de las siguientes razones.
Porque amamos el pecado
Agustín una vez oró: “Señor, hazme casto, pero todavía no”. Esta oración impactante pero honesta revela un amor por el pecado que atormenta a muchos de nuestros corazones. Deseamos amar a Dios y vivir para Él — pero todavía amamos el pecado. Aborrecemos aquello que amamos, pero lo amamos de todos modos. Tal vez la emoción de buscar pornografía te ofrezca el escape de tu aburrimiento; quizás el abrazo de un amante te dé la certeza de tu valor, aunque sea por una noche; es probable que beber esos tragos de más haga que puedas enfrentarte a tu familia con mayor facilidad. El encanto misterioso del fruto prohibido es demasiado maravilloso. Cualquiera sea aquello que ames del pecado, debes saber que te está matando. En la oscuridad, el pecado sabe dulce, pero la luz de la hermosura de Jesús te hará ver que es excremento caramelizado. Ruega a Dios que cambie aquello que amas. Dios, muéstrame mi pecado. ¿Qué estoy buscando de él? Abre mis ojos para que pueda verlo como tú lo ves. Cambia mis sentimientos de aquello que amo para matar lo que tú aborreces.
Porque mortificar el pecado duele
En la clásica novela “El gran divorcio” de C.S. Lewis’s, encontramos a un viajero acosado por un lagarto rojo que representa la lujuria. El lagarto se sentaba sobre el hombro del viajero y le susurraba al oído, impidiéndole que éste se acercara a la luz. Un ángel le preguntó al viajero si deseaba librarse de ese animal molesto, a lo que él respondió afirmativamente. Mientras el ángel tomaba al lagarto por el cuello, éste le clavaba sus garras; entonces, el viajero gritó: “Ahora me estás lastimando”, a lo que el ángel contestó: “Nunca te dije que no te dolería. Te dije que no te mataría”. Si vas a mortificar el pecado, te va a doler. La confesión conlleva expectativas aterradoras. Apartarse físicamente de algo puede ser muy duro de soportar al principio. El corazón de un amante se puede romper. La vergüenza puede salir a tu encuentro cada vez que sales por la puerta. En mis comienzos de mi andar como cristiano, estaba atrapado en una relación inmoral y recuerdo haber pensado que prefería morir antes que separarme y confesar mi inmoralidad. Si vas a conocer la libertad de ver a Dios, también deberás conocer el dolor de matar el pecado. Dios, dame la disposición de enfrentar cualquier dolor que pueda producir la mortificación de mi pecado. Haz todo lo que sea necesario para librarme de mi lujuria, y dame un corazón que confíe en ti. Usa el dolor para ayudarme a verte con más claridad.
Porque olvidamos el costo
Aunque los israelitas viajaban físicamente hacia la tierra prometida de Canaán, sus corazones miraban hacia Egipto. Veían su antigua esclavitud con cristales color de rosa. “Nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, de los pepinos, de los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Números 11:5; Éxodo 16:3). El pecado nos tienta a soñar despiertos con lo maravillosa que era la esclavitud a él. Te asegura que su dolor valía la pena con tal de obtener el placer. Te atrae para que permanezcas apegado a la perversión de tu pasado, incluso para que desees que éste vuelva a cobrar vida. Este tipo de meditaciones marcan el camino de la apostasía. Dios, ayúdame a ver mis antiguos pecados como Tú los ves. Ayúdame a recordar la amargura en vez de la dulzura que ellos provocaban. Guárdame de mirar hacia atrás. Ayúdame a verte y a deleitarme en aquello a lo que me has llamado, en vez de aquello de donde me has sacado.
Don necesario
Si vamos a ser libertados del pecado, debemos estar convencidos de que valdrá la pena mortificarlo. Esta fe que mata el pecado es un don de Dios. Ruégale que te muestre la hermosura de Su presencia (Salmos 27:4). Pídele que te ayude a poner tu esperanza en los deleites eternos reservados a Su diestra (Salmos 16:11). Pídele que te ayude a tener un corazón como el de Cristo, quien “por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz, menospreciando la vergüenza” (Hebreos 12:2). Cuando nuestros deseos sean transformados, nuestras resoluciones serán fortalecidas para mortificar cualquier pecado que nos impida deleitarnos en Dios. Nada es más precioso que la presencia de Dios, así que mata el pecado antes de que te prive de disfrutar de Él.