Entre los muchos temas con los que esperaba ser absorbido como pastor, no preveía que gran parte de mi enseñanza y asesoramiento se dedicaría a la doctrina de la vocación. Aclarar las principales cuestiones teológicas, ayudar a los santos atormentados a encontrar la seguridad de la salvación, resolver los problemas relacionales, predicar el Evangelio, defender la fe y pastorear las ovejas de Cristo a través del sufrimiento personal serían los asuntos principales del ministerio. Sin embargo, cuanto más conocía a los miembros de nuestra iglesia y a los asistentes habituales, observé que varias de estas personas, muchas de ellas cristianas bien fundamentadas teológicamente, tenían una visión errónea de su trabajo diario. El problema no era que estos creyentes cedieran con demasiada facilidad a la tentación de idolatrar su trabajo y situar toda su identidad en lo que hacían para ganarse la vida, aunque eso era un problema para algunos. Para aquellos que buscaban activamente caminar en fidelidad con Jesús, el peligro de adorar el propio trabajo era un peligro que a menudo se discernía fácilmente y se sorteaba con éxito. Más bien, mi preocupación era que varias de las personas con las que me relacioné veían el trabajo principalmente como una carga, un mero medio para un fin mayor (para algo más espiritual), que debían soportar en el camino al cielo. En consecuencia, creían que lo que hacían durante el día para obtener ingresos o administrar el hogar no era ni de lejos tan importante como lo que hacían en el aula de la escuela dominical o en el viaje misionero. Me quedó claro que mis esfuerzos en el discipulado implicarían reorientar a estos creyentes hacia una visión más sólida del trabajo y la vocación. Estoy agradecido de que para varios de estos cristianos, el redescubrimiento de la doctrina bíblica del trabajo ha transformado no sólo la manera en que abordan sus trabajos, sino también la forma en que entienden su servicio a Dios. En este proceso, Dios ha usado a Martín Lutero para darme una mejor comprensión bíblica sobre este importante tema y su relación con el discipulado.
La justificación por la fe y la doctrina de la vocación
Los grandes redescubrimientos de la Reforma se expresan en lo que se conoce como las cinco solas. El hombre es justificado sólo por la fe (Sola fide), sólo en Cristo (Solus Christus), sólo por la gracia de Dios (Sola gratia), sólo para la gloria de Dios (Soli Deo gloria). Encontramos estas verdades y todo lo demás necesario para la vida y la piedad sólo en la Escritura (Sola Scriptura). Para Lutero, el descubrimiento de la justificación por la fe alivió su agobiada conciencia de los dolores de la culpa y le dio entrada a un «paraíso» de paz con Dios. Pero estas verdades también transformaron la comprensión de Lutero sobre el ministerio, el trabajo y la familia. Debido a su doctrina del hombre y a su visión sinérgica de la salvación y los sacramentos, la iglesia medieval había desarrollado y, en la época de la Reforma, mantenía una marcada distinción entre lo «sagrado» y lo «secular». Debido a la teología de la iglesia medieval de la gracia infundida, los hombres y las mujeres consideraban la iglesia y el monasterio como el lugar donde ocurría el verdadero trabajo espiritual. Implícitamente, la iglesia enseñaba que ciertas vocaciones en la vida eran inherentemente más santas que otras. El sacerdote, por ejemplo, estaba en mejor posición para asegurar su lugar en el cielo que el zapatero, ya que el primero servía a Dios mientras que el segundo sólo se servía a sí mismo. El monje vivía más cerca de Dios que el agricultor, porque la unión con Cristo se lograba a través de la meditación y la oración solitarias, y no con el humilde trabajo de labrar y cuidar la tierra. Incluso la palabra «vocación» antes de la Reforma se refería específicamente a los llamados relacionados con la iglesia, como servir como sacerdote, monje o monja. Lutero recuperó esta palabra y la utilizó en su lugar para referirse a todas las vocaciones que un cristiano podía cumplir legítimamente: zapatero, agricultor, panadero, herrero, esposa, madre, funcionario, etc. Pero su énfasis aquí no fue la decisión arbitraria de un ex monje descontento para socavar la enseñanza de la Iglesia. Para Lutero, el trabajo del zapatero era tan valioso como el del sacerdote, precisamente porque la justificación se recibía sólo por la fe. Un pecador no entraba en unión con Cristo ni se ganaba su derecho ante Dios sobre la base de la contemplación mística o la actividad religiosa. La justicia salvadora se recibía inmediatamente (no como un proceso) por la fe. La doctrina de la justificación por la fe, entonces, eliminó la distinción entre los llamados empleos sagrados y seculares, porque enseñó que el trabajo de uno, ya sea relacionado con la iglesia o de otra manera, nunca fue determinante para la salvación de uno. Las Escrituras tampoco exigían a los hombres y mujeres que descuidaran sus obligaciones diarias o a su prójimo necesitado para realizar las buenas obras necesarias para alcanzar la salvación. Si la justificación era una declaración legal única basada únicamente en la justicia de Cristo recibida por la fe, entonces no había necesidad de buscar la gracia infundida participando incesantemente en el ritual sacramental en la iglesia o retirándose del mundo al monasterio.
La redefinición de las buenas obras
Una clara implicación de la doctrina de la justificación es que no hay esferas únicas de actividad religiosa que proporcionen acceso exclusivo al tipo de obras que agradan a Dios. Más bien, cuando un pecador es declarado justo aparte de las obras, es libre de realizar buenas obras en todos los ámbitos de su vida: en el hogar, en el horno, en la granja o en la plaza pública. Liberado de la necesidad de asegurar su salvación mediante una rigurosa atención a los sacramentos, el creyente es ahora verdaderamente libre para servir a su prójimo. En la Libertad del cristiano, Lutero comenta: “El hombre, sin embargo, no necesita ninguna de estas cosas [buenas obras] para su justicia y salvación. Por lo tanto, debe guiarse en todas sus obras por este pensamiento y contemplar esta única cosa, que pueda servir y beneficiar a otros en todo lo que hace, sin considerar nada más que la necesidad y la ventaja de su prójimo”. La redefinición de Lutero de las buenas obras permitió al creyente ver que cualquier trabajo realizado con fe era una oportunidad para reflejar a su Creador y amar a su prójimo. Una madre proporciona comida, ropa y un hogar bien cuidado a sus vecinos más cercanos: sus hijos y su marido. El zapatero proporciona calzado de calidad a sus clientes y una vida razonable a todos los que emplea. El agricultor suministra alimentos a la comunidad en general. El herrero forja las herramientas que permitirán a su vecino trabajar de forma eficiente y eficaz. El pastor proporciona sustento espiritual a los hombres y mujeres de su congregación. En todos los casos, el cristiano está ejerciendo el dominio en su vocación específica y sirviendo a su prójimo. Ese trabajo, cuando se realiza «con fe, con alegría de corazón, con obediencia y gratitud a Dios» es agradable al Señor. Como dijo Gustov Wingren en un resumen de las enseñanzas de Lutero en este punto: «Dios no necesita nuestras obras, sino que nuestro prójimo las necesita».
La tarea del discipulado y la doctrina de la vocación
Las ideas de Lutero aquí tienen una aplicación inmediata a la tarea del discipulado. Ya sea el hermano celoso que ve el ministerio pastoral como la más alta vocación del hombre y desprecia cualquier tipo de empleo «secular», la madre de cuatro hijos que se pregunta cómo cambiar pañales y limpiar narices tiene algo que ver con servir a Dios, o el joven que excusa su pobre ética de trabajo porque «el evangelismo es lo que realmente importa», la recuperación de una doctrina de la vocación completa hará mucho para dar equilibrio bíblico, alegría y propósito a la vida diaria de nuestra gente. Sin embargo, la recuperación de la doctrina de la vocación por parte de Lutero no se centró únicamente en el acercamiento del creyente a su vocación, cualquiera que ésta sea. Sí, un cristiano debe realizar su trabajo diario con excelencia, pero para comprender la plenitud de la doctrina de la vocación, una persona tenía que ver la obra de Dios en la forma en que había orquestado providencialmente la interdependencia mutua de la humanidad. Esto es lo que quería decir Lutero cuando se refería a nuestras vocaciones como «las máscaras de Dios». Nos encontramos con el panadero que prepara y suministra nuestro pan, pero detrás de este panadero hay un Creador bondadoso que provee fielmente a Sus criaturas. Lejos de servir como un mero medio para un fin más espiritual, nuestro trabajo tiene una dignidad y un valor inherentes porque es el medio elegido por Dios para proveer a Sus criaturas. En nuestra labor de discipulado no podemos pasar por alto la conexión teológica que Lutero estableció entre la vocación y la justificación por la fe. Corregir el pensamiento de nuestra gente en el área de la vocación no se logrará simplemente defendiendo la bondad inherente del trabajo. Cuando descubrimos que nuestra gente ve sus trabajos o tareas diarias de como actividades de segundo nivel que, en términos de importancia eterna, palidecen en comparación con la enseñanza de una clase de Biblia o el trabajo en la guardería el domingo, es posible que se hayan imbuido de una perspectiva que está más alineada con la teología medieval que con la doctrina bíblica. En otras palabras, una visión poco clara del trabajo puede indicar que tu gente necesita una mejor comprensión de la justificación por la fe y sus implicaciones en cuanto a la definición de las buenas obras; a pesar de que recién hayas acabado un estudio de tres años en Romanos.
Conclusión
El redescubrimiento de la vocación por parte de Lutero sirve a la iglesia al darnos lo que Gene Edward Veith llama «una teología para la vida cotidiana». Aunque se trata de búsquedas totalmente válidas y valiosas, un cristiano no necesita trasladarse al campo misionero, ejercer el ministerio pastoral o dedicarse a la evangelización a tiempo completo para servir a Dios. Tampoco es necesario retirarse a enclaves espirituales para experimentar a Dios a través de la contemplación mística solitaria. «Más bien», continúa Veith, «la vida cristiana ha de vivirse en la vocación, en los caminos aparentemente ordinarios de la vida que ocupan casi todas las horas de nuestro día. La vida cristiana debe vivirse en nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra comunidad y nuestra iglesia. Estas cosas parecen mundanas, pero esto se debe a nuestra ceguera. En realidad, Dios está presente en ellas, y en nosotros, de una manera poderosa, aunque oculta». Para aquellos que secretamente albergan sospechas sobre si pueden servir verdaderamente a Dios en sus tareas cotidianas y mundanas, Lutero ofrece un útil correctivo. Para los pastores, dado que la doctrina de la vocación, por definición, abarca toda la vida, debe convertirse en una pieza central en nuestra labor de discipulado. Por lo tanto, como siempre estamos reformando nuestras labores pastorales, asegurémonos de prestar atención a la instrucción de Lutero y no dejemos de enseñar a nuestra gente el valor de sus llamados ordinarios. Este artículo se publicó originalmente en Credo Magazine.