El primer mes de la cuarentena todo era amabilidad y parecía que un milagro de talla mundial había sucedido. Había empatía por doquier, se respiraba unión y amor al prójimo. Parecía que la crítica, el chisme, el rencor y la falta de amor por todos, por fin había desaparecido de la noche a la mañana. 

El covid-19 había logrado en cuestión de días lo que marchas, encuestas, lágrimas y hasta una guerra mediática no habían logrado en los últimos años.  

Era común ver a través de la internet o de la televisión a hombres y mujeres de todas las edades cantando desde sus balcones, se enviaban mensajes de ánimo de todas partes del mundo donde el covid-19 estaba declarando la guerra, y eso nos enchinaba la piel a quienes los veíamos a distancia. 

#VolveremosaAbrazarnos lo escribíamos con lágrimas rodando por nuestras mejillas. Pero pasaba el tiempo, el estrés aumentaba, el encierro comenzaba a cobrar la factura y dejar de ser un encierro de luna de miel y romántico, a ser una pesadilla, y no solo en los matrimonios sino en las familias, en los vecindarios, en el mundo. 

Crecía el encierro y con él, el enfado, la amargura, el temor, la incertidumbre y el miedo a morir, ¡o peor aún! A vivir sin estar seguros si contaríamos con la estabilidad a la que estábamos acostumbrados. ¿Y el cielito lindo que cantaban con mariachis? ¿Y el imagine de Lennon?  ¿Dónde quedó el we are the world de Michael Jackson? 

El tiempo seguía su curso y la gentileza iba desapareciendo. El “milagro” del covid-19 fue momentáneo. La fraternidad, el cuidado de otros, el compartir lo básico, lo mínimo con otros, desaparecía lentamente… 

¿Por qué? Porque el humano es malo, egoísta, orgulloso; esa es la realidad de la naturaleza caída. Puede sobrevivir ayudando a otros hasta que no se sienta amenazado, y es normal, ese instinto de supervivencia. Pero es al sentirse así, amenazado, que entonces comenzará a actuar contrario a lo que hacía antes. 

Ahora se siente amenazado, con temor, vulnerable, y su deseo es sobrevivir. Ha dejado de ver la necesidad de otros y comienza a verse a sí mismo. Ahora es esclavo de otros y de sus propios pensamientos. No se ha dado cuenta de que poco a poco su paz se extinguirá y comenzará a defenderse, a odiar y lamentar ayudar a otros, sus lágrimas de dolor por la situación, ahora son lágrimas de desesperación. 

Y, mientras tanto, la vida sigue. El reloj no se detiene, pasan días, semanas y esto parece no terminar jamás. Es común respirar irritabilidad por doquier, padres, hijos, nietos y abuelos con las emociones como en una olla de presión; aunque quizá los mayores están más tranquilos, más en paz porque al final, no es la primera vez que la humanidad ha pasado por tormentas de este tipo. 

“El covid-19 ha sacado lo mejor de nosotros”, leía cuando recién comenzaba la cuarentena. Hoy, es fecha que no he leído un solo estado de Facebook que diga: “El covid-19 ha sacado lo peor de mí”. Tampoco uno que diga: “¡Caray! Siempre me creí buena persona, pero gracias al encierro por el covid-19, me he dado cuenta de lo malo que puedo llegar a ser”.  

Y con malo no me refiero a necesariamente asesinar, robar, lastimar a un indefenso, sino a algo tan común que ya no lo catalogamos como maldad y es: pensar únicamente en nosotros mismos. Porque siendo honestos, la inmensa mayoría de las personas hacemos el bien cuando estamos bien, cuando no, lo hacemos dudando, a regañadientes o definitivamente, no hacemos el bien. ¿Por qué? Quizá es que en ese instinto de supervivencia hemos dejado de ser humanos y nos centramos solo en nosotros, nos deja de doler el de al lado, o nos cegamos a la realidad para no sentir compasión, para que eso no nos lleve a ayudar. 

No todo está perdido 

Lo mejor que nos puede pasar y que no es muy grato, es conocer la maldad que hay en nosotros. Saber que, aunque nos esforcemos y busquemos hacer el bien todo el tiempo y de manera perfecta siguiendo listas y reglas al pie de la letra, no lo lograremos. 

Para que eso pudiera pasar, nuestro corazón y naturaleza debiera ser renovada, destruida y vuelta a ser hecha nueva. ¿Algo así como entrar por segunda vez en el vientre de nuestra madre, y nacer? (Jn. 3:4). No, un nuevo nacimiento desde el Espíritu. Porque sí, estamos muertos en vida, hasta que el único y capaz de resucitar a los muertos se presenta delante nuestro, es que viviremos.  

¡Pero qué maravilla ser elegidos para vivir y vivir eternamente! ¿Qué podemos hacer? Porque al final, la vida en esta tierra es breve, y todo lo que hagamos aquí, tendrá peso en la eternidad. 

Este encierro nos ha dejado ver que no podemos cambiar por nosotras mismas, necesitamos que nuestro corazón sea transformado por el bien nuestro y el de la humanidad que tanto decimos amar. 

Necesitamos a Cristo ¡Y lo necesitamos con urgencia! Pará arrepentirnos de nuestros pecados y confiar en Él, en Su perdón y creer en esa salvación para nuestra alma. Y será solo el comienzo de una nueva vida, de cada día poco a poco ir dejando malos hábitos, actitudes, pecados. Un proceso que durará toda la vida y que irá creciendo, y para nuestro bien con el paso del tiempo irá mejorando. 

Lo que el covid-19 logró de manera momentánea, Cristo lo perfeccionará y durará por toda la eternidad. Poco a poco lo bueno de Cristo lo irás reflejando tú, no por ti, ni por quien seas, sino por quien es Él; por el amor que te tiene, porque Cristo nos da vida nueva, nos transforma y nos acompaña día a día. 

Podemos vivir en paz, sin miedo al futuro, sonriendo a pesar de las adversidades, confiando en la bondad de Dios. Y, con esa paz y esperanza, poder ser luz, un faro que alumbra a Cristo en una sociedad que camina en tinieblas, a tientas, con miedo y sin esperanza.  

Lo que el covid-19 no logró, como el amor al prójimo, morir a uno mismo, ser pacientes, ver por las necesidades del otro antes que las nuestras, compadecernos y ser bondadosos, Cristo lo perfeccionó. 

Regocíjense en el Señor siempre. Otra vez lo diré: ¡Regocíjense!La bondad de ustedes sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca.Por nada estén afanosos; antes bien, en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer sus peticiones delante de Dios.Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus mentes en Cristo Jesús” (Fil. 4:4-8 NBLA). 

Lo que el covid-19 no logró, Cristo lo perfeccionó. 

Karla de Fernandez

Karla de Fernández está casada con Jorge Carlos y es madre de Daniel, Santiago y Matías. Radican en Querétaro, México y son miembros de iglesia SOMA Querétaro. Karla ama discipular a sus hijos, es defensora del hogar y de la suficiencia de las Escrituras para dignificar el rol de la mujer en el hogar, como esposa, madre y hacedora de discípulos. Puedes encontrarla en X (https://twitter.com/karlowsky) Instagram (https://instagram.com/kardefernandez) y YouTube (https://youtube.com/@kardefernandez)

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