Sobre el vigésimo tercer cumpleaños de Nick y el mío
No recuerdo mucho del día que cumplí 23 años. Es una edad poco relevante, por lo que no suele ser una ocasión muy memorable. Se sitúa entre la llegada a la edad adulta a los veintiuno y el momento trascendental de acercamos a los treinta. Esos sí son años decisivos en la vida de cualquier persona. Sin duda lo fueron en la mía.
Aunque no recuerdo mucho del día en que cumplí 23 años (allá por diciembre de 1999), sí recuerdo que Aileen estaba embarazada y que acababa de entrar en el tercer trimestre. Eran los días en que nos habíamos enterado de que íbamos a tener un niño, pero aún no habíamos decidido qué nombre ponerle. Recuerdo que “John” y “Michael” estuvieron entre las opciones, eran nombres de nuestra familia que nos gustaban. Recuerdo que Aileen insistió durante un tiempo con “Ethan”. Pero al final elegimos bien: se llamaría Nicholas Paul. A menudo me recostaba con la cabeza sobre el vientre de Aileen para sentir a Nick estirarse y retorcerse, para empezar a estrechar lazos con el hijo que aún no había conocido, pero al que ya amaba entrañablemente. No pasó mucho tiempo hasta que nació y nuestra alegría fue completa.
El domingo Nick cumplirá 23 años. ¿O es más apropiado decir que “habría” cumplido 23 años? La verdad es que no lo sé. En cualquier caso, hace 23 años que el Señor nos bendijo con nuestro precioso bebé, nuestro primogénito, nuestro único hijo varón.
Este será el tercer cumpleaños de Nick en el cielo, aunque probablemente allí no registran los cumpleaños, ¿cierto? Ni siquiera estoy convencido de que el tiempo en el cielo transcurra en meses y años, en horas y días, como aquí. ¿Funciona el tiempo fuera del contexto de este mundo igual que dentro de él? Como la Biblia no dice nada al respecto, supongo que Dios considera que no es muy importante. Lo que importa es que donde está Dios, está Nick.
Y también mi padre está allí. Él partió poco antes que mi hijo, el primero de varios golpes que se sucedieron uno tras otro entre 2019 y 2020. Y aunque lamento que mi padre se haya ido, me consuela saber que él y Nick están juntos.
Y a propósito de esto, el otro día me vino a la mente una breve escena, un leve recuerdo de una despedida con lágrimas en los ojos. Por un momento me transporté al funeral de papá en los últimos días del 2019. Nick estaba de pie en la sala compartiendo algunos recuerdos de su abuelo. Y mientras hablaba, lloró, lloró con la auténtica tristeza de enfrentar la realidad de la muerte y el dolor de la pérdida. Lloró al despedirse de alguien a quien había amado.
Y entonces apareció en mi mente otra escena, aunque esta no fue un recuerdo, sino algo que imaginé. En esta escena, mi padre estaba en el cielo, vivo y sano, y un poco más joven que la última vez que lo vi, con menos canas en la cabeza, menos líneas en las mejillas, menos arrugas en la frente. Estaba ocupado en una u otra tarea cuando, de repente, se puso de pie rápidamente, con una expresión de sorpresa, de alegría, en su rostro. ¿Qué era lo que tanto le sorprendía y alegraba? Volteé la mirada y entonces lo vi: Nick acababa de llegar y estaba delante de él. Supongo que papá debía de esperar que su esposa fuera la siguiente en pasar por allí, o al menos uno de sus hijos. Pero no, allí estaba su nieto. Y estaba tan contento de verlo, tan feliz de rodearlo con sus brazos, tan contento de saber que Nick había llegado sano y salvo a casa.
En una escena había tristeza por la despedida y en la otra había alegría por el reencuentro. En una escena Nick lloraba al despedirse de mi padre y en la otra papá se alegraba al dar la bienvenida a mi Nick.
Y me sorprende que gran parte de nuestra respuesta a la muerte de un santo dependa de nuestra perspectiva. Aunque desde una perspectiva vemos a los miembros de una familia llorar por la separación de su ser querido, desde la perspectiva opuesta vemos a otros miembros de la familia alegrarse cuando un ser querido se acerca. Mientras unos lloran de pena porque el ser querido ha partido, otros lloran de alegría porque el ser querido ha llegado sano y salvo a su destino. No hay gran felicidad para unos sin gran tristeza para otros. Porque, aunque cada muerte marca una partida, también marca una llegada. Así son la vida y la muerte en un mundo tan arruinado como este y uno tan gloriosamente perfecto como el mundo venidero.
Y así, a medida que este cumpleaños se acerca y llega, espero ver y experimentar ese tipo de gozo, el gozo de participar de la bienvenida y no de la despedida, de celebrar a mis seres queridos en lugar de llorarlos. Y mientras espero, elijo dejar que algo de su gozo se filtre desde el cielo para que yo también pueda sentirlo, para que yo también pueda disfrutarlo, para que yo también pueda dejar que me conmueva el alma. Elijo disfrutar su felicidad, porque están en ese lugar donde todas las penas han sido aliviadas y ya no hay más lágrimas, ese lugar donde todos anhelamos estar.
Este artículo se publicó originalmente en Challies.