La lengua y el dominio propio

La lengua tiene el poder de dañar y de sanar, de dividir y de traer paz. ¿Cómo podemos tener dominio propio sobre lo que hablamos?
Foto: Envato Elements

¡Cuánto poder hay en lo que decimos! Cada palabra que pronunciamos tiene impacto, tanto en quien la oye, como en nosotros mismos. El libro de Proverbios nos enseña que “muerte y vida están en poder de la lengua” (Pro 18:21). Y de la misma manera, el libro de Santiago nos recuerda que la lengua, a pesar de su tamaño pequeño, tiene un gran poder (Stg 3:5). Por eso debemos tener mucho cuidado con lo que decimos. 

Algunas personas consideran que hay valor y virtud en decir todo lo que piensan, pues eso muestra honestidad y sinceridad. Pero, en muchas ocasiones, hacer eso no es más que una manera de excusar palabras hirientes y descontroladas. Un hijo de Dios no debería caracterizarse por decir todo lo que piensa de forma arrebatada, sino por refrenar la lengua. Según Santiago, la expresión más grande del dominio propio es una lengua bajo control (Stg 3:2).

¿Qué dicen las personas con una lengua descontrolada? ¿Cómo se ve el dominio propio en las palabras? Revisemos estos dos extremos.

Un hijo de Dios no debería caracterizarse por decir todo lo que piensa de forma arrebatada, sino por refrenar la lengua. / Foto: Pexels

Una lengua que no se refrena

Hay, al menos, tres rasgos propios de una persona que carece de dominio propio en su lengua. Primero, habla mucho. Quien habla demasiado, especialmente sobre sí mismo, hace evidente su necedad. Esto puede producir autoengrandecimiento y críticas hacia otros. De hecho, una muestra de sabiduría es hablar poco (Pro 10:19). Además, esta persona no pone en práctica una de las muestras más importantes de amor: el escuchar a otros.

Segundo, una lengua sin dominio propio lastima. Una palabra hiriente duele más que un golpe en la cara. Si no somos cautos, lo que decimos puede dañar el corazón de los demás. Proverbios dice que lo que sale de nuestra boca puede ser “como golpes de espada” (Pro 12:18). Pero, además de herir, las palabras necias crean conflicto y disensión, dañando las relaciones de otros y trayendo difamación, murmuración, injurias y calumnias. 

Tercero, una lengua sin dominio propio habla con mentira. No hay falsedad, mentira ni engaño en Dios (Nm 23:19). Jesús también dijo de sí mismo que Él es la verdad (Jn 14:6), mientras que llamó a Satanás “mentiroso y el padre de la mentira” (Jn 8:44). Él nos enseñó a hablar solo lo que es cierto y dijo que cualquier otra cosa distinta “procede del mal”. Así, un hijo de Dios debería caracterizarse por amar la verdad (Sal 101:7).

Quien habla demasiado, especialmente sobre sí mismo, hace evidente su necedad. / Foto: Pexels

Una lengua que agrade al Señor

¿Cómo se ve, entonces, el dominio propio al hablar? Nuestras palabras deberían ser agradables al Señor, como lo expresa el salmista en su oración:

Sean gratas las palabras de mi boca 

y la meditación de mi corazón delante de Ti,

Oh Señor, roca mía y Redentor mío (Sal 19:14).

Creo que hay tres rasgos de una lengua que agrada al Señor. Primero, Dios se agrada de una lengua que guarda silencio. Hay sabiduría en hablar lo justo y necesario. Como ya lo dijimos, incluso el necio parece sabio cuando es capaz de guardar silencio (Pro 17:28). Hay amor en ser prontos para oír y tardos para hablar (Stg 1:19). ¡Cuánto necesitamos cultivar el silencio! 

Segundo, Dios se agrada de una lengua que sana y edifica. Hay gracia en las palabras dulces y amables, las cuales traen bien a quienes las escuchan. Incluso, la Biblia llega a comparar esta forma de hablar con un panal de miel (Pro 16:24). Además, recordemos que en el Sermón del Monte Jesús nos llamó a ser pacificadores (Mt 5:9). Una cosa es ser pacífico, y otra muy distinta es traer paz a otros. Un creyente procura siempre la armonía en toda situación y relación, pues no busca el bien propio, sino la edificación del cuerpo de Cristo. 

Tercero, Dios se agrada de una lengua que dice la verdad. Como ya lo dijimos, Dios es verdad, habla verdad y se goza en la verdad (1Co 13:6). Como hijos, hemos sido llamados a seguir Su ejemplo y a conformarnos a Su carácter, andando en la luz y sin engaño (1Jn 1:7)

Dios se agrada de una lengua que sana y edifica. Hay gracia en las palabras dulces y amables, las cuales traen bien a quienes las escuchan. / Foto: Getty Images

La raíz del problema y la solución

Luego de reflexionar sobre los dos tipos de lengua, la que no se refrena y la que agrada al Señor, necesitamos preguntarnos: ¿cómo pasar del primer tipo al segundo? ¿Cómo tener dominio propio al hablar? 

Comencemos reflexionando en la raíz del problema. Santiago dice que “la lengua es peligrosa e indomable” (Stg 3:5-8). ¿Por qué es tan difícil de controlar? Porque ella refleja, como ninguna otra cosa, lo que hay en nuestro corazón: pecado. Jesús nos dijo que “de la abundancia del corazón habla [nuestra] boca” (Lc 6:45). Por eso, en su conversación con Nicodemo, le dijo que le era necesario nacer de nuevo (Jn 3:3): para tener una vida que busque y se complazca en la santidad, necesitamos una transformación profunda, imposible de hacer por medios humanos. 

Santiago nos advierte sobre el peligro de la lengua: “es un mal turbulento y lleno de veneno mortal” (Stg 3:8). Sin embargo, refiriéndose a la posibilidad de hablar bendición y maldición, Santiago también dice: “esto no debe ser así” (Stg 3:10). En otras palabras, tener una lengua que agrade a Dios es posible. Por medio del evangelio ha ocurrido en nosotros el nuevo nacimiento (2Co 5:17), y ahora podemos ser santificados en nuestro hablar.

Santiago dice que “la lengua es peligrosa e indomable” (Stg 3:5-8). ¿Por qué es tan difícil de controlar? Porque refleja lo que hay en nuestro corazón: pecado. / Foto: Unsplash

Con el objetivo de alcanzar esa santificación, quiero cerrar con algunos consejos prácticos que están en la Escritura: 

  • Primero, reconozcamos nuestro pecado. Permitamos que el Espíritu de Dios en nosotros nos haga ver nuestra iniquidad. La razón por la que nuestras palabras no son agradables a Dios y lastiman a nuestro prójimo es que salen de un corazón pecaminoso. 
  • Segundo, estemos dispuestos a luchar contra nuestro pecado. Por la gracia del Espíritu en nuestras vidas, recibimos la capacidad de enfrentar nuestra propia maldad. Tomemos la firme resolución de cuidar nuestras palabras y buscar solo la gloria de Dios a través de lo que hablamos. Es necesario que, como creyentes, tomemos la resolución de someter nuestra lengua al señorío de nuestro Salvador Jesucristo. 
  • Tercero, llenémonos de la Palabra de Dios. Él moldea y transforma nuestras vidas cuando lo conocemos más, y eso es posible únicamente a través de la Biblia (Col 1:9-10). Seamos alimentados constantemente de ella, de tal modo que “habite en abundancia” en nosotros (Col 3:16) y nuestra mente sea renovada (Ro 12:2). 
  • Cuarto, cultivemos la humildad. Una de las principales razones detrás de una lengua sin control es el orgullo. Solemos ser muy egoístas y nos gusta dar rienda suelta a nuestra lengua, ya sea para decir lo que creemos, lo que pensamos o para hablar de nosotros mismos. 
  • Quinto, amemos. Si amamos a Dios y nos amamos “unos a otros” (1Jn 4:7), no desearemos causar dolor. Nuestro amor hacia Él es nuestra motivación principal para evitar el pecado. Como hijos sabemos que crecer en dominio propio sobre nuestro hablar no es sencillo. Que eso nos lleve a depender cada día más de su gracia.

Los veranos en mi país suelen ser ocasión propicia para los incendios forestales. Una colilla de cigarro mal apagada, un trozo de vidrio, una lata o unas pocas brasas remanentes pueden ser la causa del comienzo del fuego. Miles de hectáreas han sido consumidas por fuegos que comenzaron con una pequeña chispa. Nuestras palabras pueden ser esa chispa, provocando división, disensión y dolor. Esa conducta no es propia de un hijo de Dios, sino de un necio. Hoy es el día para someter tu lengua al Señor y hablar la verdad, en el tiempo adecuado y en la medida adecuada.

Sebastián Winkler

Sebastián Winkler

Adrián Sebastián Winkler, argentino, sirve en la Iglesia Bautista de Lincoln, Buenos Aires, Argentina. También escribe el devocional «Gracia y Sabiduría» junto a su familia, y es el director de traducciones en «Volvamos al Evangelio». Además, es profesor de Literatura y está cursando un diplomado en Biblia y Teología en el Instituto de Expositores de Argentina (IDEAR). Adrián disfruta mucho la música, leer, pasar tiempo al aire libre, hacer cosas con sus manos y, sobre todo, compartir lo que el Señor le enseña a través de su Palabra. Contribuyó como escritor en El orgullo, Dominio propio y La sabiduría, está casado con Karina y tienen dos hijas: Julia y Emilia.

Artículos por categoría

Artículos relacionados

Artículos por autor

Artículos del mismo autor

Artículos recientes

Te recomendamos estos artículos

Siempre en contacto

Recursos en tu correo electrónico

¿Quieres recibir todo el contenido de Volvamos al evangelio en tu correo electrónico y enterarte de los proyectos en los que estamos trabajando?

.