Latinoamérica y el Caribe experimentan actualmente lo que podría ser una de las crisis migratorias más estrepitosa de las últimas dos décadas. Cientos de miles de ciudadanos están abandonando sus países para buscar nuevas oportunidades y hasta refugio en países vecinos. Venezuela y Haití son quizá los países con la tasa más alta de migración. Según cifras oficiales, se estima que en el caso de Venezuela entre 2015 y 2017 la migración a todas partes del mundo se incrementó en 132%. En el caso de los que se dirigen a países de Sudamérica el aumento fue de 895%.1 De los cuales la gran mayoría se ha distribuido en países latinoamericanos. Los gobiernos han reaccionado a la problemática. Países como Brasil ya ha experimentado la crisis propia de la migración, lo que ha conducido al cierre de pasos fronterizos y la deportación masiva. Sumado a esto, hay una tendencia generalizada a asociar los problemas civiles y sociales de algunos países con la llegada masiva de inmigrantes, creando una xenofobia pasiva, y hasta activa en algunos casos. Pero, ¿qué tiene esto que ver con la iglesia? Esto es importante porque no pocos de esos inmigrantes son creyentes fieles y verdaderos que están padeciendo las consecuencias de malos gobiernos y crisis de hambre. También es importante porque no son pocos los que buscan readaptarse a un nuevo país y a una nueva vida de iglesia. Y es importante porque corremos el peligro como iglesia de ir tras los sentimientos de un estado que crea políticas cada vez más rigurosas contra los inmigrantes y los miembros de una nación que, movidos por su pecado, no quieren ver su preciado territorio “invadido”. Es por eso necesario que nosotros recordemos algunas verdades bíblicas al respecto de este asunto.
Dios se preocupa por los extranjeros
Aunque desde la perspectiva de Dios sus criaturas no están necesariamente categorizadas por el país al que pertenecen, hay algo interesante al respecto de cómo ve a alguien que debe salir de su país a vivir en otro como extranjero. Cuando Dios constituyó a Israel como nación, con todo lo que eso implicó (gobierno, territorio y población), él estableció leyes claras acerca de cómo debía ser recibido el extranjero. En Levítico 19:34 leemos, por ejemplo: “El extranjero que resida con vosotros os será como uno nacido entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto; yo soy el SEÑOR vuestro Dios”. Levítico 22:35: “En caso de que un hermano tuyo empobrezca y sus medios para contigo decaigan, tú lo sustentarás como a un forastero o peregrino, para que viva contigo”. Levítico 19:10: “Tampoco rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; lo dejarás para el pobre y para el forastero. Yo soy el SEÑOR vuestro Dios”. Deuteronomio 10:19: “Mostrad, pues, amor al extranjero, porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”. Tiempo me faltaría para seguir mostrando la manera en que Dios instruyó a su pueblo, como nación, acerca de cómo relacionarse con el forastero que habitara entre ellos. Es evidente que Dios fue intencional en ordenar el cuidado de los desprovistos y de los que habían dejado, por el motivo que fuere, su nación. Siempre sería un recordatorio para Israel que ellos mismos fueron también forasteros en Egipto y allí fueron prosperados por la voluntad de Dios. Y si se pudiera, la implicación hipotética también es cierta: nosotros debemos mostrar amor y cuidado al forastero porque no sabemos cuándo estaremos en una situación semejante.
Los creyentes extranjeros son la familia de la fe
Las naciones de hoy están divididas por fronteras. Ellas delimitan su territorio y crean leyes que rigen dentro del mismo, sin embargo, cuando pensamos en el gran pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, la Iglesia, ella es vista como una que no está delimitada territorialmente. Aunque ciertamente hay iglesias locales constituidas en distintos territorios, la Iglesia Universal del Señor es un solo pueblo. El Señor deja esto claro en Efesios 2:14 cuando dice: “Porque Él mismo es nuestra paz, quien de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación”. Judíos y gentiles fueron constituidos una sola nación espiritual en Cristo Jesús, algo que en términos geográficos y culturales habría sido imposible. Muchos cristianos podemos ser muy mundanos al pensar en hermanos inmigrantes que vienen a nuestros países. Inconscientemente podemos amalgamar con el pensamiento generalizado y pensar más en cómo proteger nuestro territorio que en cómo podemos servir a nuestros hermanos en la fe. Hermanos míos, esto es de condenar. El apóstol Pablo nos recuerda los siguiente: “Así que entonces, hagamos bien a todos según tengamos oportunidad, y especialmente a los de la familia de la fe” (Gá. 6:10). Sobra decir que esa familia de la fe a la que el apóstol se refiere no son necesariamente los de nuestra propia nación. Obviamente, esto implica asegurarnos que quienes vienen a nosotros son creyentes verdaderos y que buscan un refugio genuino en la familia de la fe. Sin embargo, aún cuando es necesario ser realistas en cuanto a este asunto, debemos también aprovechar entre aquellos que no son creyentes y presentarles el evangelio con amor y gracia, para que Cristo sea exaltado por medio de la iglesia. Recordemos a Rut, ella no llegó a Israel como una judía, pero como extranjera vino a ser no solo parte del pueblo de Dios sino de una de las familias más importantes de la tierra, la del rey David y del Señor Jesucristo. Esto, en la práctica, está relacionado con proveer ayuda espiritual y material. Debemos estimular en nuestras iglesias el ser intencionales en proveer en la medida de nuestras posibilidades. Establecer centros de ayuda en consejería, asistencia para niños o mujeres en embarazo y personas vulnerables. Esto no es lo que haría el mundo, pero sí es lo que hace la familia de la fe movida por el amor, aquí no hay lugar alguno para la indiferencia.
Acuérdense de la hospitalidad
“No os olvidéis de mostrar hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (He. 13:2). Las situaciones como estas siempre proveerán el medio propicio para mostrar la gracia que no es posible mostrar en otras situaciones. Ser hospedadores es un llamado a los creyentes, a mostrar que no somos dueños de nada en este mundo y que, siendo el Señor el dueño de todo, podemos entonces compartir con los que padecen necesidad. Es el mismo Señor Jesucristo quien nos muestra que esta ha de ser la verdadera actitud de un creyente, la evidencia de su verdadera fe. Hablando del juicio final y de los que heredarán el reino del Padre, él dijo: Entonces el Rey dirá a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí… “En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25:34-40, énfasis añadido). Quiera el Señor recordarnos que incluso nosotros mismos andamos como forasteros en este mundo, que pertenecemos a un reino celestial inconmovible (1 P. 2:11), “porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo” (Fil. 3:20-21). Quiera el Señor poner en nosotros el mismo sentir que hubo en él, quien murió como forastero en este mundo para hacernos a nosotros miembros de su reino celestial. Amén.