¿Cómo podemos tener denuedo al hablar el evangelio?

Hoy necesitamos hablar el evangelio con valor. Según la Biblia, ¿de dónde viene nuestro valor para hablar?
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En mi opinión, los evangélicos conservadores están luchando con el denuedo. He notado que hoy se estigmatiza más el expresar la verdad con un tono desconcertante o seco, que el difundir falsedades peligrosas de manera dulce y amable.

Admitamos que hablar la verdad con amor (Ef 4:15) exige cuidado tanto en el mensaje como en la manera de expresarlo. Debemos reconocer honestamente que existen falencias en ambos aspectos: por un lado, está el enfoque combativo que algunos adoptan en el ministerio, el cual resulta dañino para el amor cristiano; por el otro, está el error opuesto de aquellos que, bajo el pretexto del amor, evitan confrontar errores.

Entre estos dos extremos, se halla la comunicación edificante y sazonada con sal (Col 4:6), ejemplificada por los apóstoles. Ellos eran “íntegros” (Tit 2:8) y “no rencillosos” (2Ti 2:24), pero dispuestos a abordar temas difíciles, a veces empleando un estilo retórico agudo (ver Ga 5:12). Hay un tiempo para la valentía y otro tiempo para la mesura, y la clave radica en saber discernir cuándo es apropiado cada uno. Dios se vale tanto de un pacificador como Esdras como de un ferviente Nehemías.

¿Cómo podemos mantener un equilibrio saludable a la hora de hablar la verdad? ¿De dónde viene un denuedo apasionado por las buenas noticias?

Proclamar la verdad requiere saber cuándo ser valiente y cuándo ser mesurado. / Foto: Envato Elements

Entre lo dulce y lo salado

Hombres más sabios que yo han hablado ampliamente de la mansedumbre pastoral, y sería prudente atender a sus consejos: apagar nuestros dispositivos móviles de vez en cuando y deleitarnos en la contemplación de los atardeceres. Sin embargo, sostengo que en estos tiempos de conflicto no debemos ser excesivamente cautos, cuando la sociedad occidental se encamina rápidamente hacia un abismo cultural. En dichas circunstancias, son las Escrituras y no nuestros sentimientos, las que definen lo que significa hablar con amor:

Fieles son las heridas del amigo, 

pero engañosos los besos del enemigo (Pro 27:6).

El dilema radica en que la mansedumbre, siendo un fruto del Espíritu, es frecuentemente confundida con su placebo: la amabilidad. Las palabras llenas de gracia son comparables a un “panal de miel…, dulces al alma y salud para los huesos” (Pro 16:24). No obstante, la amabilidad, al igual que muchos sustitutos del azúcar, a menudo nos deja un regusto amargo. El hablar con gentileza puede estar motivado por el amor, pero también puede revelar un mayor temor al juicio humano que al divino. La cordialidad tiende a priorizar el tono sobre la verdad, y recurre a las armas verbales solo cuando doctrinas cruciales como la expiación o la Trinidad están en juego, momento en el cual ya es demasiado tarde.

La Escritura y predicación, cuando están adecuadamente sazonadas con gracia, logran capturar tanto el sabor como la dulzura auténticos. Para lograr lo que las Escrituras definen como hablar con dulzura, es esencial que desarrollemos también un aprecio por la sal.

La Escritura y predicación, cuando están adecuadamente sazonadas con gracia, logran capturar tanto el sabor como la dulzura auténticos. / Foto: Envato Elements

El ingrediente que falta

El denuedo es un tema central en el Nuevo Testamento. Particularmente en el libro de Hechos, la expresión “hablar con denuedo” y sus sinónimos aparecen al menos nueve veces, y el concepto general de denuedo es muy recurrente. Este se presenta como una señal del empoderamiento por el Espíritu (Hch 2:14-41) y se concede como respuesta a la oración en tiempos de persecución (Hch 4:29-31). 

Pablo pide oraciones para poder hablar con valor (Ef 6:19-20; Col 4:3-4). En cada caso, el denuedo no se describe como un rasgo general de carácter, sino como una gracia específica para la proclamación de la Palabra (ver Hch 28:31). ¿Cuál es la fuente de este sabor a sal? Aunque observamos un despliegue sobrenatural de predicación audaz después de Pentecostés, nuestra comprensión más amplia del denuedo se origina en el Antiguo Testamento y está basada en el concepto de perdón.

El Salmo 51, conocido como la “oración penitencial de David”, hecha tras su adulterio con Betsabé, es también una canción evangelística. Después de rogar por purificación (7-12), David anticipa lo que hará después:

Entonces enseñaré a los transgresores Tus caminos, 

Y los pecadores se convertirán a Ti (51:13, énfasis añadido). 

En el Nuevo Testamento, el denuedo no se describe como un rasgo general de carácter, sino como una gracia específica para la proclamación de la Palabra. / Foto: Unsplash

David comprendió que es necesario recibir la gracia divina para poder compartirla. El evangelismo presupone el haber recibido el evangelio. Lo que proclamamos es aquello que nos declara justos. El denuedo del creyente emana del dictamen divino de “no condenación” que recae sobre nosotros, pues si Dios no nos condena, el juicio humano es irrelevante (Ro 8:1; 33-34). El perdón es la “mina de sal” del denuedo bíblico.

Alguien podría objetar: “¿Pero no es el denuedo del Nuevo Testamento una manifestación particular del Espíritu Santo para esa época —una cierta unción para predicar— que no siempre está relacionada directamente con la experiencia subjetiva del perdón? Y ya que fue para ese período, ¿qué nos da el derecho de ser igual de contundentes hoy con nuestro mensaje?”.

Recordemos cómo el apóstol Pedro, tras Pentecostés, se llenó de valentía. Su denuedo venía no solo del ardor que el Espíritu Santo infundió en su predicación, sino también porque ese mismo Espíritu le había dado seguridad sobre su redención. De manera similar, Pablo admite que era “insuficiente” para predicar el evangelio (2Co 2:16), pero el Espíritu lo había capacitado (2Co 3:5-6), sellándolo como partícipe de un pacto nuevo y superior, en el cual los pecados son perdonados. Así, incluso para los apóstoles, la propiciación antecedió a la proclamación. Este patrón es estándar para todos los que ministran la Palabra.

Creo que los hábitos de la confesión y la gratitud demuestran de manera aún más clara la relación entre el perdón y el denuedo.

El evangelismo presupone el haber recibido el evangelio. Lo que proclamamos es aquello que nos declara justos. / Foto: Unsplash

El hábito de confesar

Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad (1Jn 1:9). 

Cuando nos encontramos con el evangelio por primera vez y tenemos la convicción de arrepentirnos, Dios nos introduce en el hábito de la confesión; no solo confesamos nuestros pecados, sino que también confesamos lo que creemos. Pablo dice que “si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Ro 10:9).

En otro Salmo vemos la agitación interna de David por un pecado que no había llevado al Señor:

Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió 

Con mi gemir durante todo el día. 

Porque día y noche Tu mano pesaba sobre mí; 

Mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano (Sal 32:3-4).

Este sentimiento era similar al ardor que sentía Jeremías en su pecho con la palabra profética:

Pero si digo: “No lo recordaré 

Ni hablaré más en Su nombre”, 

Esto se convierte dentro de mí como fuego ardiente 

Encerrado en mis huesos. 

Hago esfuerzos por contenerlo, 

Y no puedo. 

Porque he oído las murmuraciones de muchos: 

“¡Terror por todas partes! 

¡Denúncienlo, vamos a denunciarlo!”

Todos mis amigos de confianza, 

Esperando mi caída, dicen

“Tal vez será persuadido, prevaleceremos contra él

Y tomaremos nuestra venganza contra él” (Jer 20:9-10).  

Así como el evangelio requiere de confesión de pecados, se debe confesar el evangelio en sí. La fe salvadora habla (ver 2Co 4:13).

Además de reconocer nuestro pecado, el encuentro con el evangelio nos conduce a confesar el mensaje de salvación que ya hemos abrazado. / Foto: Getty Images

La relación entre admitir la culpa y declarar a Cristo trasciende la mera coincidencia. El miedo al juicio y el temor a la opinión ajena tienen su raíz en nuestra condición pecaminosa, y la cura para ambos es la misericordia obtenida mediante la cruz. La gracia neutraliza esos pecados que nos hacen sentir descalificados ante nuestros oyentes, las presiones espirituales que intentan silenciarnos, y las actitudes asociadas a un tono desmesurado.

La gratitud también resalta la relación entre el perdón y el denuedo. David, hablando proféticamente, canta sobre el poder de la salvación de Jehová y relata su propio rescate:

He proclamado buenas nuevas de justicia en la gran congregación; 

No refrenaré mis labios, 

Oh Señor, Tú lo sabes (Sal 40:9).

David proclamó públicamente las obras de liberación del Señor, no por mera obligación, sino porque su gozo desbordaba. A su vez, estas letras mesiánicas revelan a Jesús mismo como el gran evangelista, vindicado públicamente en la resurrección. La gratitud por el rescate provoca que anunciemos las buenas nuevas.

De regreso a las minas de sal

Tal vez la razón por la que muchos de nosotros estamos tan confundidos acerca de cuándo debemos ser valientes y cuándo ser moderados es que no hemos sondeado lo suficiente las profundidades de nuestra libertad en Cristo.

Cuando somos lavados de nuestros pecados, quedamos libres para rebosar de buenas noticias. Cuando estamos muertos a todos los señores terrenales, podemos andar con una conciencia limpia delante de nuestro verdadero Señor. Cuando nuestra reputación y nuestras relaciones están clavadas en la cruz, podemos hablar fuerte y claro con las palabras de la Biblia, que están llenas de gracia y de la sal del Dios Todopoderoso. Puesto que Jesús murió y resucitó por los pecadores, estamos muertos al mundo y se nos dio vida para ser mensajeros sin temor.

El tono sí importa, pero si nos ruborizamos al hablar de nuestra salvación, es porque hemos olvidado la libertad del perdón. Si estamos en Cristo, ya no hay condenación. Volvamos y acudamos al evangelio de la gracia para extraer la sal que necesitamos.

Alex Cokman

Alex Kocman es esposo, padre, estudiante de teología, escritor, ex pastor de jóvenes, movilizador misionero y líder laico en su iglesia.

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