[dropcap]Y[/dropcap]a he escrito sobre la envidia antes y me he referido a ella como «el pecado perdido». La envidia es un pecado al que soy propenso, aunque siento que es uno de esos pecados contra los que he batallado arduamente y, mientras lo he hecho, he experimentado mucho la gracia de Dios. Es mucho menos prevalente en mi vida de lo que alguna vez fue. No obstante, hace poco sentí que amenazaba con asomar su horrible cabeza una vez más y pasé algún tiempo reflexionando al respecto. Estas son tres breves observaciones acerca de la envidia. La envidia es competitiva Soy una persona competitiva y creo que es esta característica la que permite que la envidia haga sentir su presencia en mi vida. La envidia es un pecado que me hace sentir resentimiento, enojo o tristeza porque otra persona tiene algo u otra persona es algo que yo quiero para mí. La envidia me pone al tanto de que otra persona tiene cierta ventaja, algo bueno, que yo quiero para mí. Y hay más: la envidia me hace querer que esa persona no lo tenga. Esto significa que la envidia tiene al menos tres componentes: el profundo descontento que llega cuando veo que otra persona tiene lo que quiero; el deseo de tenerlo para mí; y el deseo de que le sea quitado al otro. ¿Lo ves? La envidia siempre compite. La envidia exige que siempre haya un ganador y un perdedor. Y la envidia casi siempre sugiere que yo, la persona envidiosa, soy el perdedor. La envidia siempre gana La envidia siempre gana, y si gana, yo pierdo. Esto es lo que pasa con la envidia: si obtengo lo que quiero, pierdo, porque solo va a causar orgullo e idolatría en mí. Voy a ganar la competencia que he creado, y estaré orgulloso de mí mismo. La envidia promete que si tan solo consigo eso que quiero, finalmente estaré satisfecho, finalmente estaré contento. Pero eso es mentira. Si lo consigo, solo me volveré orgulloso. Yo pierdo. Por otra parte, si no consigo lo que quiero, si pierdo esa competencia, estoy propenso a hundirme en la depresión o la desesperación. La envidia promete que si no consigo eso que quiero, mi vida no vale la pena porque soy un fracaso. Una vez más, pierdo. En ambos casos, yo pierdo y la envidia gana. La envidia siempre gana, a menos que le dé muerte a ese pecado. La envidia divide La envidia divide a personas que deberían ser aliadas. La envidia separa a personas que deberían ser capaces de trabajar unidas. La envidia es astuta porque me hace compararme con personas que son muy similares a mí, no con personas distintas a mí. Es improbable que yo envidie a una superestrella del deporte o a un músico famoso porque la distancia entre ellos y yo es demasiado grande. En lugar de eso, es probable que envidie al pastor que está algunas cuadras más allá pero tiene una congregación más grande o un templo más bonito; es probable que envidie al escritor cuyos libros o blog sean más populares que los míos. Cuando yo debería ser capaz de trabajar con estas personas basado en intereses similares y deseos similares, la envidia más bien me aleja de ellos. La envidia los convierte en mis rivales y enemigos más bien que en mis aliados y colaboradores. ¿Cuál es la cura para la envidia? No puedo decirlo mejor que Charles Spurgeon: «La cura para la envidia radica en vivir bajo una constante percepción de la presencia divina, adorando a Dios y teniendo comunión con él todo el día, por largo que pueda parecer el día. La verdadera religión eleva el alma a un ámbito superior, donde el juicio se vuelve más claro y los deseos más elevados. Cuanto más del cielo hay en nuestra vida, tanto menos de la tierra codiciaremos. El temor de Dios expulsa la envidia del ser humano».