Un comediante bromea, con razón, que es demasiado fácil comprar un tigre. Comprar un tigre «no es algo de un día, sino de una hora; vuelvo en seguida con mi tigre». Oímos hablar de personas que acogen a grandes felinos en sus casas y todos tenemos una idea bastante clara de cómo pueden acabar esas historias. Aunque nos sorprendería que un hombre muriera a manos de su hámster o periquito, no nos sorprende en absoluto que sea atacado por su tigre. ¿Por qué no nos sorprende? ¡Precisamente, porque es un tigre! Hay algunos problemas con tener un tigre como mascota. Lo primero es que la gente los acoge en sus casas cuando son apenas unos cachorros. Son pequeños, indefensos, dependientes y adorables. ¿Quién no ha sentido alguna vez un vuelco en el corazón al escuchar los maullidos lastimeros y los saltos juguetones de una cría de tigre? Lo segundo es que los tigres no están domesticados. A lo largo de muchas generaciones sucesivas, no han sido criados para dejar de ser feroces ni para ser dóciles. Aunque compartan sus raíces con el atigrado común, el árbol genealógico se bifurcó en un pasado lejano. El mejor de ellos está a unas pocas generaciones de distancia de las selvas tropicales, de su entorno naturaldonde para sobrevivir deben ser, en palabras del poeta, «fieros de dientes y garras». Acoger a un tigre en el hogar sirve como una metáfora adecuada para acoger a un pecado en la vida. Los pecados que permitimos que entren por las puertas de nuestra vida suelen ser muy pequeños. Están tan lejos de verse como pecados en su forma plena, al igual que un tigre de un día de edad lo está de su padre totalmente desarrollado. Sin embargo, los pecados crecen del mismo modo que los tigres. Ganan tamaño, fuerza y ferocidad. Así como un cachorro de 20 libras no tarda en convertirse en un adulto de 400 libras, no pasa mucho tiempo en que un ojo errante se convierta en un adúltero, que un corazón gruñón se convierta en ladrón, que un espíritu airado se convierta en asesino. Así como un cachorro de tigre es un depredador feroz en formación, lo que parece ser un mero pecadillo es, a modo de semilla, un acto de depravación descalificante que destroza el hogar y trastorna la vida. Y entonces, surge el problema de la domesticación. Los pecados que permitimos en nuestras vidas parecen ser inofensivos cuando los introducimos por primera vez y nos convencemos fácilmente de que podemos manejarlos. Nadie acoge a un tigre en su casa pensando que algún día lo devorará. No, están seguros de que pueden subyugar su fuerza, mimarlo para que renuncie a su ferocidad y amarlo para que sea dócil. Y de la misma manera, un corazón pecaminoso está convencido de que puede mirar esas fotos que no son del todo pornográficas sin ser arrastrado al pecado en sí, que puede estar emocionalmente unido a otra persona sin cometer adulterio, que puede incursionar en el juego sin llegar a quedar atrapado. El corazón pecaminoso, al igual que el dueño del tigre, cree que puede contener la ferocidad, que puede ser quien domine su fuerza, el que subyuga su poder, el que lo puede persuadir a llegar lejos, pero no tanto. Me pregunto si el hombre que ha acogido a un tigre en su casa se habrá sorprendido en ese breve momento en que lo ve abalanzarse y siente clavar sus dientes alrededor de su cuello. Lo dejó entrar, lo domesticó, lo vio volverse grande, fuerte y poderoso. Vio cómo se formaban sus garras y crecían sus dientes. Conocía sus ansias de muerte, de sangre, de carne. No debería haber sido una sorpresa que un día se volviera contra él, ya que si bien él pudo haber sido su poseedor, ciertamente nunca fue su amo. Del mismo modo, nunca somos los amos de ningún pecado. Los introducimos en nuestras vidas bajo sus términos, no en los nuestros. Una vez que los hemos acogido, es sólo cuestión de tiempo que crezcan lo suficiente como para volverse contra nosotros, lo suficientemente grandes como para matarnos, lo suficientemente grandes como para hacer lo que siempre hacen. Este artículo se publicó originalmente en Challies.