La Biblia dice que la iglesia es la novia de Cristo, que Él la amó tanto que se entregó a Sí mismo por ella, con el propósito de santificarla y presentársela a Sí mismo como una iglesia gloriosa, que no tuviera mancha, ni arruga, ni cosa semejante (Ef 5:25-27).
Santa y sin mancha, es decir, una iglesia perfecta. Una iglesia limpia de pecado, que comparte Su santidad y se goza con lo que su esposo se goza.
Tú y yo somos parte de esa iglesia. Por lo tanto, ese sacrificio de Cristo al entregarse es un medio por el cual Él nos santifica. Nos aparta para Sí mismo, nos hace Suyas.
Aunque el matrimonio entre Cristo y Su iglesia se llevará a cabo en el cielo (Ap 19:7-8), al igual que en la tierra, la novia necesita prepararse para ese gran día.
No es necesario que la novia encargue las invitaciones, o piense en la cena, el lugar dónde celebrar la fiesta o incluso se pruebe muchos vestidos diferentes para ese gran día, ya que a diferencia ―de la costumbre en ciertos sitios― de los matrimonios tradicionales donde los padres de la novia se encargan de los gastos y los preparativos de la fiesta, en el matrimonio celestial, el mismo novio ―y Su Padre― ya se han hecho cargo de todo. Incluso, se han encargado de darle el Espíritu Santo a la novia para que pueda ser esa esposa perfecta que Jesucristo anhela.
Para que este matrimonio funcione, la novia debe prepararse para poder formar parte de la familia real, se espera entonces ver evidencias de que la novia está lista para ejercer su rol de esposa.
Como veremos, el novio ha establecido claramente lo que espera de Su novia y el Padre del novio por medio de Su Palabra nos ayuda a descubrirlo.
Jesucristo anhela una novia que lo ame
“Jesús le respondió: ‘Si alguien me ama, guardará Mi palabra; y Mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada’” (Jn 14:23).
Este es un matrimonio en el cual la novia debe tener una estrecha e íntima relación con el Padre del novio. Debemos amar al Padre y al Hijo y así el Espíritu Santo podrá hacer morada en nosotras. Sin Su presencia en nuestras vidas, jamás estaremos preparadas para poder ser parte de esa novia que Cristo anhela.
Para poder amar a alguien necesitamos saber que existe y conocerlo de manera personal, para poder demostrar no solo de palabra, sino con nuestros hechos, que le amamos. Dios Padre nos ha dado a conocer Su amor por medio de Su Palabra y de Su Hijo Jesucristo (Jn 3:16). 1 Juan 4:19 dice que «nosotros amamos porque Él nos amó primero». Él nos amó a pesar de nuestra rebeldía, a pesar de nuestra incredulidad, a pesar de nuestra condición.
Jesucristo nos dio a conocer Su amor al dar Su vida por nosotros (Jn 15:13).
Podemos demostrar nuestro amor por Jesucristo, nuestro Novio, con la ayuda del Espíritu Santo, ya que nos capacita y nos ayuda a atesorar la Palabra en nuestro corazón y a obedecerla.
En Mateo 10:37-39 Jesús mismo nos dice qué clase de amor espera de nosotros. “El que ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno de Mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a Mí, no es digno de Mí. Y el que no toma su cruz y sigue en pos de Mí, no es digno de Mí. El que ha hallado su vida, la perderá; y el que ha perdido su vida por Mi causa, la hallará”.
Jesucristo espera que nuestro amor por Él sea más fuerte que nuestro amor por cualquier otra persona en nuestra vida. Que seamos capaces de tomar nuestra cruz y seguirlo, a pesar del costo personal que pueda tener para nosotros. Solo Él es suficiente, solo Él puede llenar nuestro vacío y satisfacer nuestras necesidades.
Amamos a Cristo amando al prójimo
Pero nuestro prometido no solo anhela que lo amemos a Él, anhela que escuchemos atentamente Su mandamiento: “Este es Mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, así como Yo los he amado. Nadie tiene un amor mayor que este: que uno dé su vida por sus amigos” (Jn 15:12-13).
Jesús espera que lo amemos con todo nuestro ser, que toda nuestra vida sea un acto de adoración y que sea un amor que se extienda horizontalmente, hacia nuestro prójimo. Como iglesia, como la novia de Cristo, nuestro amor por Él, se manifiesta en el amor que tenemos por nuestros hermanos en la congregación a la cual asistimos, por los hermanos de la iglesia extendida y por aquellos que sabemos necesitan el amor de Dios y Su perdón: nuestros vecinos.
Viene bien recordar una vez más las palabras de Jesús: “Entonces el Rey dirá a los de Su derecha: ‘Vengan, benditos de Mi Padre, hereden el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui extranjero, y me recibieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y vinieron a Mí’” (Mt 25:34-36).
Cuando evangelizamos, cuando oramos por la salvación de los perdidos, cuando damos de manera sacrificial de nuestro tiempo, de nuestros recursos, de nuestras vidas, estamos demostrando nuestro amor a Dios Padre y a Cristo.
Jesús hizo todo eso y mucho más por la humanidad: rescatándonos de las tinieblas, salvando nuestras almas, perdonando nuestros pecados, sanando nuestras heridas.
Por eso Él nos llama no solo a amarlo, sino también a imitarlo.
En otro artículo hablaremos acerca de cómo podemos imitar a Jesús.