El evangelio te libera de la vergüenza del pecado sexual

¿Qué hacer cuando la condenación por el pecado sexual viene a la mente? Mira y ve a Cristo.
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Hace unos años, un troll entró en la sección de comentarios de mis publicaciones de Instagram y empezó a atacarme. Ignoré las palabras despiadadas como mentiras, hasta que afirmó que la Biblia me llamaba prostituta por mis pecados sexuales pasados. Sus palabras abrieron una bolsa de dolor en mi corazón que había sellado y la vergüenza salió a flote.

¿Qué hacemos cuando el mundo, Satanás o nuestra propia carne nos echan en cara nuestro pecado como una descalificación del reino de Dios? ¿A quién o a dónde corremos cuando la vergüenza nos aprieta con su puño?

Los grilletes de la vergüenza

Cuando pecamos, somos culpables ante Dios. El propósito de la vergüenza es abatirnos. La solución a la vergüenza es acercarse a Jesús, el único que tiene el poder de perdonar y que promete hacerlo cuando acudimos a Él (1Jn 1:9). David dijo: “Busqué al Señor, y Él me respondió, y me libró de todos mis temores. Los que a Él miraron, fueron iluminados; sus rostros jamás serán avergonzados” (Sal 34:4-5). Cuando miramos a Cristo, que ha perdonado todos nuestros pecados pasados, presentes y futuros, recordamos el evangelio y nos liberamos de las cadenas de la vergüenza.

Sin embargo, el pecado tiene sus consecuencias. Nuestro pecado afecta nuestras relaciones, nuestra vida espiritual, incluso, a veces, nuestro trabajo o nuestro ministerio. Pero si estamos en Cristo, no afecta a nuestra condición de hijos de Dios. Sin embargo, puede afectar a nuestra comunión con Él, y por eso se nos dice que no “[entristezcamos] al Espíritu Santo” (Ef 4:30). Cuando pecamos, llevamos al Espíritu de Dios con nosotros en ese pecado (1Co 6:15).

El pecado es destructivo, pero podemos ser perdonados cuando corremos a Dios arrepentidos. Pablo aún nos amonesta a “[huir] de la inmoralidad sexual» (1Co 6:18a, NVI). En otra epístola pregunta: “¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ningún modo! Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Ro 6:1-2). Morimos al pecado cuando Jesús lo venció. Tenemos una nueva identidad en Cristo. Él nos ha llamado a despojarnos “de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve” (Heb 12:1).

La solución a la vergüenza es acercarse a Jesús, el único que tiene el poder de perdonar y que promete hacerlo cuando acudimos a Él. / Foto: Pexels

Tentados a escondernos

Aunque puede ser más fácil fingir que nunca luchamos y podemos sentirnos más cómodos si nuestro pecado permanece oculto, el secreto engendra aislamiento, y el aislamiento es terreno propicio para que el pecado eche raíces. Santiago escribió: “Por tanto, confiésense sus pecados unos a otros, y oren unos por otros para que sean sanados” (Stg 5:16a).

David se arrepintió ante Dios por su adulterio y asesinato ante los ojos del profeta Natán diciendo: “He pecado contra el Señor” (2S 12:13a). Aun así cargó con las consecuencias de su pecado, pero fue perdonado por Dios (vv 13b-14).

Es sanador confesarnos nuestros pecados. Esto no significa que tengamos que contarle a todo el mundo sobre nuestro pecado sexual, pero compartirlo con un mentor o amigo de confianza es vital, especialmente si estamos luchando.

También es tentador esconder el pecado de nuestro pasado, olvidando que Dios podría utilizarnos para ser de ayuda para otra persona. No debemos permitir que la vergüenza nos impida levantar a otros santos; nuestra transparencia puede ser un trampolín para que se agarren a la esperanza.

El secreto engendra aislamiento, y el aislamiento es terreno propicio para que el pecado eche raíces. / Foto: Unsplash

Lavados por sangre

Cuando pecamos o se nos recuerda un pecado de nuestro pasado, podemos caer en la tentación de creer mentiras sobre nuestra identidad. Nuestra carne lucha contra el Espíritu en nosotros, tentándonos a creer que estamos manchados y, por lo tanto, excluidos de ser hijos de Dios.

En 1 Corintios 6:9-10, Pablo enumera comportamientos no aptos en el reino de Dios, incluyendo el pecado sexual. Luego dice: “Y esto eran algunos de ustedes; pero fueron lavados, pero fueron santificados, pero fueron justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (v 11, énfasis añadido). Estas son identidades pasadas que debemos dejar atrás. Ya no somos esclavos de ellas, sino esclavos de Cristo:

Porque cuando ustedes eran esclavos del pecado, eran libres en cuanto a la justicia. ¿Qué fruto tenían entonces en aquellas cosas de las cuales ahora se avergüenzan? Porque el fin de esas cosas es muerte. Pero ahora, habiendo sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tienen por su fruto la santificación, y como resultado la vida eterna (Ro 6:20–22).

Hemos sido lavados por la sangre de Jesús. 1 Juan 1:7 declara: “La sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado”. En la cruz, Jesús tomó cada onza de nuestro pecado y nos imputó (transfirió) Su justicia. Por eso nos unimos y cantamos:

Hay una fuente llena de sangre, extraída de las venas de Emanuel; y los pecadores, sumergidos bajo ese torrente, pierden todas sus manchas culpables.

Ya no somos esclavos del pecado sexual, sino esclavos de Cristo. / Foto: Envato Elements

Algunos de nosotros éramos como la moderna Gomer (la mujer de Oseas), una prostituta que huía de los cuidados de su marido para caer en los brazos de su pecado (Os 2:7; 3:1-3), pero hemos sido lavados. Algunos han visto pornografía o han participado en comportamientos homosexuales, pero hemos sido lavados. Si estás en Cristo, has nacido de nuevo, comprado por la sangre del Cordero y hecho nuevo (Jn 3:7; 1P 1:19; 2Co 5:17). Por el poder del Espíritu, estabas muerto y ahora estás vivo (Ro 6:11). Se te ha dado una nueva naturaleza (Ro 6:1-4). Estás escondido en Cristo (Col 3:3).

Además, el Padre colocó cada gramo de vergüenza causada por nuestro pecado sobre Su Hijo. Pedro escribe: “Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados” (1P 2:24). Ya no tenemos que soportar el peso ni siquiera del pecado más atroz del que nos hayamos arrepentido, porque el Salvador llevó todos nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero.

Un escondite para los avergonzados

Cuando sientas la tentación de esconder tu pecado, recuerda en quién estás escondido. Cuando la vergüenza te llame a revolcarte en tu indignidad, recuerda en quién se encuentra tu valor. Recuerda y huye. Corre a tu refugio, Dios mismo; acércate a Su trono de gracia, donde te espera la misericordia (Heb 4:16). Confiesa tu pecado, pero no sigas mirándolo; la liberación de la vergüenza llega fijando los ojos en Cristo.

Tu vida está escondida en Cristo. Debido a esto, puedes abrazar con valentía la verdad acerca de tu antigua y nueva vida diciendo: “Sí, yo estaba sucio, pero Dios me hizo puro. Yo merecía ser avergonzado, pero Dios tomó mi pecado y vergüenza sobre Sí mismo y ya no lo llevo más”. Porque “así éramos algunos de nosotros”, pero ahora somos de Cristo. Pero fuimos lavados. Y amigos, eso hace toda la diferencia.

Así que, “acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, teniendo nuestro corazón purificado de mala conciencia y nuestro cuerpo lavado con agua pura” (Heb 10:22).


Este artículo se publicó originalmente en Core Christianity.

Brittany Allen

Brittany Allen vive en Ohio, con su esposo y dos hijos. Es escritora, aspirante a poeta, y la autora de un libro pronto a publicarse sobre la pérdida de un embarazo. El objetivo de sus escritos es alentar a otros a atesorar a Cristo sobre todas las cosas. Puedes encontrar más de su trabajo en  brittleeallen.com 

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