¿Qué es empoderar? Según el diccionario, es “adquirir, por parte de un grupo social desfavorecido, poder e independencia para mejorar su situación”. El mundo usa esta palabra para contarnos una historia: que la mujer siempre ha sido oprimida y, por tanto, necesita ser liberada para tomar las riendas de su vida. Bajo esta lógica, la mujer termina convirtiéndose en su propio dios, decidiendo lo que es mejor para ella sin rendir cuentas a nadie.
El problema es que esta forma de pensar se ha colado en la iglesia, disfrazada con un lenguaje que suena cristiano. La escuchamos en frases como “somos las princesas de Dios”, “fuimos el broche de oro de la creación” (como siendo superiores al hombre) o en el popular mandato de “ámate a ti misma”. Aunque a veces se le añada un “para la gloria de Dios”, estas son enseñanzas del mundo que se infiltran para desvirtuar el propósito de Dios con las mujeres y lo que la Biblia realmente dice sobre el poder.
No buscamos negar las estadísticas de abuso o la violencia que la mujer ha sufrido; el dolor es real. Sin embargo, ¿cuál es el verdadero problema de fondo y cuál es la solución que Dios ofrece? La Palabra nos muestra una solución radicalmente distinta al empoderamiento que el mundo enseña. La Biblia realmente no nos llama a tomar el poder para nosotras mismas, sino a algo completamente diferente.

El problema: ¿opresión o pecado?
Quienes luchan por el empoderamiento creen tener claro cuál es el problema: los hombres, las leyes, la historia. Y como dijimos, no se puede negar el dolor que la injusticia ha causado. El asunto es que ese no es el problema de raíz; es solo un síntoma. Todo depende de los lentes con los que miramos nuestra vida: si esos lentes están manchados por la cultura o las heridas, veremos enemigos por todas partes.
La Biblia nos ofrece unos lentes distintos y señala un problema mucho más profundo. Nos dice que la mayor necesidad de la mujer no es liberarse de la opresión del hombre, porque su problema es el mismo que el del hombre: el pecado. El pecado es esa rebeldía que todos llevamos en el corazón y que lo corrompe todo; nos hace esclavos de nosotros mismos, de nuestras pasiones y de lo que creemos merecer. Por eso, la verdadera urgencia no es ser empoderada, sino ser rescatada.

Esta historia comenzó en el huerto del Edén. Dios creó al hombre y a la mujer para vivir en armonía con Él y entre ellos, dándoles un propósito. Pero se rebelaron. Le creyeron más a la mentira de la serpiente, esa que susurró: “¿Conque Dios les ha dicho…?” (Gn 3:1), haciéndolos dudar de la bondad de su Creador. Hombre y mujer pecaron juntos y, a partir de ahí, todo se rompió: su relación con Dios, la relación entre ellos y su propia naturaleza (Gn 3:8-24).
Por lo tanto, si la raíz de todo el sufrimiento es el pecado, luchar contra los hombres o buscar poder es como podar las malas hierbas dejando la raíz intacta. La verdadera batalla no es contra un opresor externo, sino contra el pecado que vive en nuestro propio corazón. Antes de necesitar poder para nosotras mismas, necesitamos desesperadamente un Salvador poderoso que nos libre.

La entrega como respuesta santa
Si el problema de fondo es el pecado, la solución tiene que ser Alguien que pueda vencerlo. Dios mismo prometió esa solución justo después de la caída en el Edén: un Salvador que nacería de mujer para aplastar la cabeza de la serpiente (Gn 3:15). ¡Ese Salvador es Cristo! (Jn 3:16). Su muerte en la cruz no fue una tragedia; fue el acto de justicia que nos rescata de nuestra propia rebelión y nos abre el camino de regreso al Padre. Él vino para ser un mejor Adán, representando a la humanidad en Su justicia perfecta (Ro 5:12-21).
¿Qué se nos pide entonces a nosotras? Creer en Él (Ro 3:21-22). No solo creer que Dios existe, sino confiar de todo corazón en la obra de Su Hijo, Jesús. Cuando una mujer hace esto, Dios le da Su Espíritu, la une a Cristo y la adopta como Su propia hija. Dejamos de ser huérfanas luchando por nuestra cuenta para convertirnos en hijas cuidadas por un Padre bueno. La independencia que el mundo ofrece se cambia por una gozosa dependencia en Él.

Aquí es donde el “empoderamiento” choca de frente con el evangelio. Si nuestro Rey y Salvador usó Su poder para entregarse y servir hasta la muerte, ¿cómo puede ser que nuestra respuesta sea buscar poder y promoción para nosotras mismas? El llamado cristiano es a lo opuesto: a seguir Sus pisadas. El verdadero poder que Dios nos da a través de Su Espíritu no es para exigir nuestros derechos, sino para ser santificadas. Es un poder para amar, servir y perdonar como Cristo lo hizo (Fil 2:1-11).
Esto cambia por completo la forma en que vemos el sufrimiento. La mujer que sigue a Cristo entiende que el dolor y la injusticia no son una señal de que Dios la ha abandonado, sino la consecuencia de vivir en un mundo roto por el pecado. Su valor ya no depende de si su voz es escuchada por los hombres, sino de que ya es conocida, amada y llamada por el Dios del universo, su Padre y Juez justo.

Además, la nueva actitud de la mujer de fe es radicalmente opuesta a la del empoderamiento. En lugar de luchar por su independencia, encuentra su verdadera libertad y seguridad en depender de Dios. En vez de exigir que su voz sea la más fuerte, busca servir a los demás con amor, siguiendo el modelo de Cristo. Su vida deja de ser una búsqueda de poder para sí misma y se convierte en un testimonio del poder de Dios que obra a través de su entrega y servicio.
Conclusión: del dolor a la plenitud
Al final, toda filosofía se debe juzgar por sus frutos. La búsqueda de empoderamiento, tal como el mundo la define, promete libertad, pero a menudo solo entrega división y un dolor más profundo. Ha traído conflicto a los hogares y ha sembrado confusión en las iglesias, presentando a hombres y mujeres como rivales en lugar de compañeros en el plan de Dios.
Hablo de esto por experiencia propia. Yo misma fui una de esas mujeres que pensaba que necesitaba una voz más fuerte, que debía luchar para hacerme notar y satisfacer las demandas de mi corazón. Creía que la batalla era hacia afuera. Pero hoy entiendo que ese grito que salía de mí no era realmente un clamor por poder; era el grito de mi corazón pecador que necesitaba desesperadamente un Salvador.

La verdadera plenitud no llegó cuando encontré mi propia voz, sino cuando empecé a escuchar la de Dios. La verdadera libertad no se encuentra en la independencia, sino en la transformación que Su Espíritu hace en nosotras para parecernos más a Cristo. Es un poder que nos capacita para amar, para construir junto a otros y para vivir con una esperanza firme mientras esperamos Su regreso, ese día en que la justicia, la paz y el amor serán perfectos.
Entonces, ¿es bíblico el empoderamiento de la mujer? No, si por “poder” entendemos la independencia de Dios y la rebelión contra Su diseño. Las mujeres cristianas no somos un grupo desfavorecido que necesita arrebatar el control. Somos hijas amadas por un Padre Creador, y el único poder que anhelamos es el de Su Espíritu Santo, que nos transforma de adentro hacia afuera para vivir para Su gloria.