Con el tiempo, una palabra puede cambiar de significado, a veces adoptando una definición totalmente nueva y otras ampliando o contrayendo una ya existente. No es raro ver cómo una palabra familiar irrumpe en el lenguaje contemporáneo con una definición mucho más amplia que la que tenía en el pasado. Pensemos en “tolerancia”. Durante muchos años, la palabra significó tranquilamente algo así como “aceptar el derecho de los demás a tener creencias distintas de las propias”. Luego, de repente, la palabra estaba en todas partes y tenía el significado de “aceptar las opiniones de otras personas sin criticarlas”. Como dice D. A. Carson: “Este cambio de ‘aceptar la existencia de puntos de vista diferentes’ a ‘aceptación de puntos de vista diferentes’, de reconocer el derecho de otras personas a tener creencias o prácticas diferentes a aceptar los puntos de vista diferentes de otras personas, es sutil en la forma, pero masivo en el fondo”.
Seguimos oyendo hablar mucho de tolerancia y del pecado imperdonable de la intolerancia. Y ahora, estrechamente relacionada, tenemos una segunda palabra para describir a las personas que cometen tal ofensa: Son odiadores, haters. Y, al igual que “tolerancia”, la palabra “odio” ha adquirido un significado nuevo y más amplio. Siempre se ha utilizado para describir una aversión extrema y apasionada hacia otra persona. Pero, de repente, se utiliza para describir un simple desacuerdo, especialmente cuando ese desacuerdo es con las opiniones y agendas predominantes en la sociedad. Cualquier intolerancia percibida es rápidamente ahogada por gritos de “¡odio!” u “¡odiador/hater!”. El problema, por supuesto, es que si todo es odio, nada es odio. A medida que ampliamos el uso de la palabra, esta pierde toda definición significativa.

Hoy en día, todo lo que no sea una aprobación elogiosa puede considerarse odio. Si expresas tu preocupación por el hecho de que los adultos transexuales utilicen los mismos vestuarios que los niños del sexo opuesto, alguien te acusará de odio. Si expresas un desacuerdo cuidadoso y amable con el matrimonio entre personas del mismo sexo, quizá pidiendo cautela ante un cambio tan rápido de una institución fundamental para la sociedad, los gritos de “odio” serán inmediatos y fuertes. Si instas a la libertad de conciencia de las personas que dudan en hornear pasteles o arreglar flores para determinadas festividades, se te considerará lleno de odio. Llegar al punto de una pelea física es odio, claro, pero también lo es la crítica constructiva. Reñir y agredir verbalmente es odio —nadie está en desacuerdo con ello—, pero también lo es la discrepancia comedida. En pocos años hemos transformado por completo lo que significa odiar.

Esto es importante para los cristianos, porque las palabras tienden a abrirse camino desde el exterior de la iglesia hacia el interior. “Tolerancia” lo intentó pero, gratamente, los cristianos consiguieron aferrarse a su antigua definición. Hoy en día, el “odio” está en movimiento, haciendo su intento de entrar en nuestro lenguaje en su nueva forma. Hace unos días, puse un enlace a una crítica de un popular pastor y su lamentablemente inadecuada visión de la doctrina de las Escrituras. Esta crítica era cuidadosa, mesurada y sopesada no solo con la Biblia, sino también con la larga historia de la iglesia. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que me dijeran que el escritor había expresado una “ira vil” y estaba lleno de odio. Según algunos, escribir una reseña crítica de un libro es una forma de odio, expresar un desacuerdo mesurado con otro líder evangélico es odiar, y enfrentarse al pecado es señal de un profundo odio hacia quienes disienten de tu punto de vista.

Necesitamos resistirnos a esta definición actualizada de “odio”, para mantener la nueva y expansiva forma de la palabra fuera de la iglesia. De lo contrario, corremos el riesgo de confundir el odio con la confianza en la verdad revelada; necesitamos tener la capacidad de declarar con confianza lo que es ortodoxo y lo que es heterodoxo, lo que es coherente con la Biblia y lo que es herético. Corremos el riesgo de confundir el odio con el ejercicio obediente de la disciplina eclesiástica: debemos estar dispuestos y ser capaces de expulsar de la iglesia a las personas que se aferran al pecado o enseñan el error. Corremos el riesgo de confundir el odio con la cautela: debemos ser capaces de debatir y discutir, especialmente cuando nos adentramos en nuevas aguas morales y respondemos a preguntas desconcertantes sobre el género, el matrimonio y la sexualidad. En estos aspectos y en muchos otros, tenemos que ser capaces de explorar, debatir, creer y obedecer la Biblia con confianza, sin que se nos tache de “odiadores/haters”.
En muchos sentidos, lo que ahora se describe como odio es en realidad amor. Nos guardamos del error no porque odiemos a la gente, sino porque amamos la verdad y queremos defender la sana doctrina. Aplicamos la disciplina eclesiástica no porque odiemos a los pecadores, sino porque amamos a la iglesia y queremos proteger su integridad. Procedemos con cautela al evaluar cuestiones de actualidad, no porque odiemos a los homosexuales o a los transexuales, sino porque amamos la pureza y queremos vivir de acuerdo con las Escrituras. Debemos estar dispuestos a amar, incluso cuando se nos diga que es odio. Le debemos a Dios y al hombre seguir amando, no importa cómo se perciba, no importa cómo se describa.
Publicado originalmente en Challies.