¿Le has pedido a Dios que examine tu corazón?
Cada vez comprendo más por qué David fue un rey conforme al corazón de Dios. Él sabía que no podía conocer los lugares más recónditos de su alma; el interior del hombre es un misterio que solo el Señor conoce a profundidad. Por eso imploró a Dios que le revelara sus íntimos pensamientos e intenciones: “Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes” (Sal 139:23).
Se necesita humildad para reconocer que tenemos corazones engañosos y perversos (Jer 17:9). Dentro de nosotras, en palabras de Charles Spurgeon, tenemos “una guarida del mal”. En lo más profundo del alma humana se esconden nuestros peores enemigos: orgullo, celos, envidia, codicia, ira; pasiones que luchan ferozmente dentro de nosotras. ¡La raíz de todos nuestros conflictos! (Stg 4:1).
Y algunas veces, Dios se vale de circunstancias dolorosas para mostrarnos lo que oculta nuestro engañoso corazón. Aunque no me estoy refiriendo al músculo que bombea sangre, viene a mi memoria un asunto familiar que nos provocó un gran susto. Hace un par de años, después de examinar minuciosamente el corazón de mi esposo, el cardiólogo me dio uno de esos informes que nadie quiere escuchar: “Tu marido tiene la principal arteria coronaria obstruida en un 95 por ciento. Si no lo operamos inmediatamente, puede morir en cualquier momento”. ¿Cómo íbamos a saber mi esposo y yo que su arteria estaba taponada?
Hoy le agradezco a Dios por el dolor punzante que sintió en su pecho. Si no hubiera ocurrido así, no habríamos ido al hospital, el doctor no habría examinado su corazón y hubiera muerto en pocos días. De manera similar, pero en el ámbito espiritual, tú y yo no sabemos el estado real de nuestro corazón. Numerosas personas mueren en sus pecados pensando que estaban bien con el Señor (Mt 7:21). Esta es una poderosa razón para hacer con frecuencia la oración de David.
Señor, escudriña mi corazón
Cuando Dios saca a la luz los secretos de nuestro corazón, hace un verdadero acto de misericordia. Él quiere que hagamos morir el pecado (Col 3:5). El día que Dios le reveló al rey David, por medio del profeta Natán, el adulterio y el homicidio que escondió por largo tiempo en los escollos de su corazón, cayó de rodillas y rogó:
Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a Tu misericordia;
Conforme a lo inmenso de Tu compasión, borra mis transgresiones.
Lávame por completo de mi maldad,
Y límpiame de mi pecado (Sal 51:1-2).
La omnisciencia de nuestro Hacedor nos abruma. Por más esfuerzos que hagamos para esconder nuestras maldades, pensamientos y motivaciones egoístas, no podemos ocultarlos de Aquel que juzga con rectitud. “¿Adónde me iré de Tu Espíritu, o adónde huiré de Tu presencia?” (Sal 139:7, énfasis añadido), exclamó David.
Nuestro mayor enemigo: el ego
El amor hacia nosotras mismas no nos deja ver nuestra verdadera condición espiritual. Debido a que nos amamos más que a Dios y más que a los demás, justificamos nuestro pecado transfiriendo la culpa. Esta actitud orgullosa nos impide arrepentirnos de nuestros malos pensamientos, palabras y acciones. En uno de sus magníficos sermones, Charles Spurgeon expresó:
No habría homicidios, ni fornicación, ni podría haber blasfemia, si el corazón fuera puro y recto; si Dios fuera amado primero y fuera amado por sobre todas las cosas, estas ofensas no podrían ocurrir; pero el corazón es perverso y por eso se dan estas cosas.
Uno de los mayores ejemplos de este orgullo fueron los fariseos. Algunas de las palabras más severas de Jesucristo fueron dirigidas a ellos, a pesar de eran un modelo de virtud externa: “Por dentro [están] llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mt 23:27). Al igual que los fariseos, todos podemos aparentar piedad en el exterior y estar llenos de pecado.
Claro, quizás no hemos matado a nadie, pero Jesús dijo que no necesitamos empuñar un arma para asesinar a alguien; basta con enojarnos y odiarla para ser culpables (1Jn 3:15). Sin embargo, el corazón humano está enceguecido por el orgullo, al punto de que algunos creyentes llegan a creer que son mejores cristianos que los demás.
El ejemplo de Pedro
Pedro es un buen ejemplo de un corazón nublado por el ego. Alguna vez Jesús le dijo: “Simón, Simón, mira que Satanás los ha reclamado a ustedes para zarandearlos como a trigo; pero Yo he rogado por ti para que tu fe no falle” (Lc 22:31-32). Pedro, creyendo de sí mismo más de lo que debía, le respondió en frente de sus compañeros: “Señor, estoy dispuesto a ir adonde vayas, tanto a la cárcel como a la muerte” (Lc 22:33).
La soberbia de Pedro fue su lazo. Él pensó que era más fiel que los otros apóstoles, pero sus palabras jactanciosas, dichas sin pensar en una noche de celebración, cayeron abruptamente a tierra con el primer canto del gallo. Sin embargo, no todo estaba perdido; la dura prueba a la que Pedro fue sometido lo hizo percatarse del pecado remanente que había en su corazón.
Al final, se vio a sí mismo como realmente era: un endeble pecador en necesidad continua de la gracia de Su Salvador. Evidentemente, el fracaso temporal de Pedro estaba contemplado en el plan de Dios, y Él lo usaría para bien. Después de negar a Jesús, Pedro se arrepintió con lágrimas sinceras de su pecado y se convirtió en un apóstol fiel. Por medio de su predicación, muchos llegaron a Cristo.
Poner los ojos en Dios
El orgullo se desvanece cuando nos comparamos con Cristo y no con otros creyentes. Al contemplar la santidad y perfección del Dios trino, espontáneamente caemos de rodillas para rogar con lágrimas: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal 51:10).
Debido a que sabemos que todo el juicio que merecemos fue pagado en la cruz y que no hay condenación para aquellos que confiamos en Cristo (Ro 8:1), roguemos para que Dios escudriñe nuestros corazones y nos deje ver nuestros enemigos internos. Presentemos ante el trono de gracia nuestras ofensas, pensamientos egoístas y malos deseos; confesémonos y arrepintámonos. Solo así Dios mantendrá nuestros corazones limpios y lejos del pecado, a medida que esperamos la venida de nuestro Salvador Jesucristo (Mt 24:44).