Vivimos en la era digital. Casi todos los aspectos de la vida cotidiana —ir de compras, conducir, comunicarnos, incluso leer— están marcados por la tecnología. Los teléfonos inteligentes, los autos inteligentes y los hogares inteligentes nos prometen comodidad y eficiencia. Incluso la forma en que damos adoración se ha transformado. Pero, aunque las herramientas digitales ofrecen ciertas ventajas, también entrañan un peligro real: el debilitamiento de nuestro servicio de adoración corporativa y nuestra comunión con los demás en Cristo.
Hace unas décadas, las iglesias dudaban en utilizar pantallas en el santuario (o salón de reunión). Hoy, casi nadie lo cuestiona. Los versículos de las Escrituras aparecen en el proyector; las letras de las canciones se desplazan por la pantalla. Es cómodo, pero también significa que menos personas traen sus Biblias físicas al culto. Luego llegó el COVID-19, lo que aceleró la normalización de los servicios en directo y pregrabados. Ver un sermón en YouTube se ha convertido en algo tan común como ver un tutorial de cocina. ¿El resultado? El servicio de adoración se reduce cada vez más a una “experiencia visual”. Podemos dejar de asistir al servicio de adoración si no nos gusta.

Este cambio puede parecer inofensivo, incluso útil. Después de todo, ¿no es Dios omnipresente? ¿No escucha nuestras oraciones tanto si estamos en un banco de la iglesia como en pijama? Sí, Dios está en todas partes. Pero la adoración no es solo una cuestión de comodidad. Se trata de la presencia: nuestra presencia ante Dios y nuestra presencia unos con otros.
La iglesia primitiva lo entendió bien. Hebreos 10:24-25 nos recuerda: “Consideremos cómo estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras, no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros, y mucho más al ver que el día se acerca”.
Algo sagrado sucede cuando el pueblo de Dios se reúne, no solo cuando cantamos, no solo cuando escuchamos un sermón, sino cuando entramos juntos en el ritmo completo de la adoración: orando, confesando, escuchando, participando y regocijándonos, en el mismo lugar, al mismo tiempo, como el cuerpo de Cristo.

Hoy en día, con demasiada frecuencia, la adoración se confunde con entretenimiento espiritual: una buena banda, un orador carismático, un video conmovedor. Pero la verdadera adoración no es un espectáculo que vemos. Es una ofrenda comunitaria que presentamos ante Dios.
Los sermones en línea y las transmisiones en vivo tienen su lugar, especialmente para los enfermos, los ancianos o aquellos en crisis. Pero son complementos, no sustitutos. Ver un servicio en línea puede ayudarnos a aprender, pero no puede reemplazar el alimento espiritual que proviene de reunirnos con el pueblo de Dios. Como Jesús prometió en Mateo 18:20: “Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”.
La adoración no es un evento individualista. No se trata de lo que “yo obtengo de ella”. Es un acto de pacto entre Dios y Su pueblo. La iglesia local es donde experimentamos esto más profundamente.

Esto se vuelve aún más urgente en una era marcada por la inteligencia artificial. Los modelos de IA como ChatGPT son herramientas útiles. Pero no son, ni pueden ser, nuestros consejeros espirituales, pastores o compañeros. Pueden simular una conversación, pero no la comunión. Pueden responder preguntas, pero no tomarte de la mano en el sufrimiento. Pueden proporcionar información, pero no verdadera comunión.
Lo que estamos perdiendo hoy en día, no es solo la asistencia presencial, es la presencia relacional. Hemos sido creados para las relaciones. Jesús no se limitó a enviar un mensaje, sino que vino en carne y hueso. La encarnación de Cristo nos recuerda que la presencia física es importante. Tocó a los leprosos. Lloró con sus amigos. Partió el pan en la mesa. Su ministerio no fue virtual, sino profundamente humano.

Y lo mismo ocurre con la iglesia. Cuando nos reunimos en el día del Señor, declaramos con nuestro cuerpo y nuestro corazón que Dios es digno de nuestro tiempo, nuestra atención y nuestra presencia. Nos recordamos unos a otros que no estamos solos. Pertenecemos a Cristo y unos a otros.
En un mundo cada vez más aislado, la iglesia local es un refugio de gracia encarnada, un lugar donde no nos pasamos por alto unos a otros, sino que nos vemos. Oramos juntos, cantamos juntos, lloramos y nos regocijamos juntos.
Sí, las herramientas digitales pueden ayudarnos. Pero no deben sustituir lo que Cristo ha ordenado: la adoración conjunta de Su pueblo. Como dice el Salmo 122:1: “Yo me alegré cuando me dijeron: ‘Vamos a la casa del Señor’”.
Así que vayamos, no solo con nuestra mente, sino con todo nuestro ser, en persona, en comunidad, en adoración. Sigue siendo importante, más que nunca.
Publicado originalmente en Core Christianity.
