Pocas cosas son más trágicas que tomarnos la Navidad con naturalidad. Su espíritu y su magia, esa seductora sensación de bondad sobrenatural, no son solo para los niños, sino incluso para los mayores. Especialmente para los mayores. Dios quiera que nunca nos acostumbremos a la Navidad.
Hay algo tan extraordinario en ella, que hace que astrólogos paganos emprendan un largo y arduo viaje hacia el oeste. Hay algo tan especial que un rey malvado ordena la matanza de inocentes. Algo tan insólito que los pastores, que creían haberlo visto todo, se llenan de gran temor, abandonan sus rebaños a toda prisa para encontrar a este recién nacido… y luego no pueden callarse. “Y todos los que lo oyeron se maravillaron de las cosas que les fueron dichas por los pastores” (Lc 2:18).
Cristo, el Señor
Este gran prodigio del primer siglo, digno de ser anunciado con huestes angélicas y contada a todo el que quiera escucharla, encuentra su núcleo en que “les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2:11).
No solo es el advenimiento del tan esperado Cristo, el Mesías, el Ungido especial por el que el pueblo de Dios ha suspirado y los profetas han pedido, sino que este es “el Señor”. Dios mismo ha venido. Aquí está, por fin, tras siglos de espera, el verdadero Emanuel. Aquí está “Dios con nosotros” (Mt 1:23).
Es una noticia demasiado espectacular para decirla de una única vez. Día tras día, la vida de este niño nos hablará. Acto tras acto revelará pieza por pieza que este ser humano comparte de algún modo la identidad divina de Yahvé, “el Señor” de Israel y de las naciones. Página tras página de los Evangelios, relato tras relato, nos mostrarán progresivamente, que este que es tan manifiestamente hombre es también verdaderamente Dios.
Este Verbo que “se hizo carne” (Jn 1:14) es uno y el mismo Verbo que estaba en el principio con Dios, y era Dios, y todas las cosas fueron hechas por medio de Él (Jn 1:1-3). Este es el gran acontecimiento para aquellos pastores y magos, y es la maravilla que nosotros mismos, que hemos vivido nuestras benditas vidas conociendo esta verdad, deberíamos aspirar a saborear de nuevo cada Navidad.
Pero no es solo Dios con nosotros; la cosa mejora. Ha venido a rescatarnos.
Cristo, el Salvador
Dios está con nosotros en este Cristo, y no se trata de un truco de circo para mero entretenimiento. No es una cruda demostración de que el Creador puede ser una criatura si quiere. Más bien, esta maravilla es para nosotros, para nuestro rescate del pecado y de todos sus efectos omnipresentes, sus enredos y su ruina.
“Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador”, anuncia el ángel (Lc 2:11). “Le pondrás por nombre Jesús”, dice el mensajero a José, “porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados” (Mt 1:21). Jesús, en hebreo Yeshua, significa “Yahvé salva”. Este mismo Dios envió a Moisés como Su instrumento para salvar a Su pueblo de Egipto. Envió a Josué, a los jueces y a los reyes como instrumentos de salvación en el pasado. Y ahora viene Él mismo, y viene a salvar.
Pero aún hay más que decir. Se pone aún mejor.
Cristo, el tesoro
Dios mismo llega no solo para salvarnos del pecado y de la muerte, sino para rescatarnos para Sí. Cristo viene, y pagará el precio definitivo en sufrimiento y muerte, “para llevarnos a Dios” (1P 3:18), para que resucitado sea nuestro gozo sobreabundante (Sal 43:4) en el fondo de esta buena noticia de gran alegría (Lc 2:10).
Hay “fines más elevados”, según el puritano Thomas Goodwin, en el Dios encarnado y Su venida para salvar al pueblo de Dios. Todos los beneficios obtenidos por Su vida y Su muerte “son muy inferiores al don de Su persona para nosotros, y mucho más a la gloria de Su persona misma. Su persona vale infinitamente más que todos ellos” (citado en A Christian’s Pocket Guide to Jesus Christ [Una guía de bolsillo cristiana sobre Jesucristo], 3).
Jesús mismo es el Gran Gozo que hace tan grandes todos los gozos que acompañan a nuestra salvación. Cristo resucitado es el tesoro escondido en el campo (Mt 13:44). Él es la perla preciosa (Mt 13:45-46). No es solo Dios con nosotros, aquí para salvarnos, sino que Él mismo es nuestra mayor alegría, el Tesoro preeminente, que satisfará para siempre nuestras almas humanas como solo puede hacerlo el Cristo divino-humano.
Cristo, la Gloria
Pero la Navidad no termina con nuestros gozos. Al heraldo se une la hueste celestial: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace!” (Lc 2:14).
Llámalo hedonismo navideño, si quieres. La alegría que vino a traer en Su propia persona como el Dios-hombre es la alegría que se alinea con, y cumple, el gran propósito de toda la creación. La Navidad trae la corriente de alegría que recorre la red de toda la realidad.
Goodwin continúa: El “fin principal de Dios no era traer a Cristo al mundo para nosotros, sino a nosotros para Cristo… y Dios concibió todas las cosas que suceden, e incluso la redención misma, para el despliegue de la gloria de Cristo”. Mark Jones explica muy bien lo que significa que Jesús no sea solo Señor y Salvador, sino también Tesoro:
La gloria de Cristo no es un apéndice… Así como es la culminación de todo lo que podemos decir acerca de Su persona y obra, Su gloria proporciona la razón más básica para decirlo, en el sentido de que es la base y la plenitud de nuestro disfrute eterno de Él… no estamos diciendo toda la verdad si hacemos que la gloria personal de Cristo esté subordinada a nuestra salvación. (A Christian’s Pocket Guide to Jesus Christ [Una guía de bolsillo cristiana sobre Jesucristo], 4).
Este niño de Navidad es más que el Señor. Es más que un Salvador. Es nuestro gran Tesoro, y en “nuestro goce eterno de Él” está Su gloria y el fin para el que Dios creó el mundo. La Navidad no trata finalmente de Su nacimiento para nuestra salvación, sino de nuestra existencia para Su gloria.
Tú fuiste hecho para la gran alegría de la Navidad.
Originalmente publicado en Desiring God.