Todos lo hemos visto en los niños pequeños. El momento en que el niño de 3 años le pide a su amigo un determinado carrito de carreras. El amigo responde: «No, estoy jugando con él», y el niño rechazado, en lugar de buscar otro carrito para jugar o esperar su turno, se sienta con un mal humor de sentimientos heridos y mala voluntad.
Todos lo hemos visto en niños de primaria. El momento en el que la niña de 8 años sugiere armar un juego de casas con muñecas de bebé y con juegos, pero sus amigas deciden salir a jugar a “policías y ladrones”. Así que, en lugar de unirse a ellas, se queda deprimida en casa y más tarde le dice a su madre que las otras niñas la dejaron fuera y no quisieron jugar con ella.
Todos lo hemos visto en los adolescentes. El momento en el que los deberes y las tareas del joven de 15 años se han acumulado al mismo tiempo que hace buen tiempo y la playa está abierta. Así que, en lugar de ponerse a trabajar y empezar a reducir la carga de trabajo, se lamenta de sus pesados deberes y de la injusticia de la vida.
Todos lo hemos visto en los adultos. El momento en que una mujer pasa de ser madre a mártir: un minuto está amando y sacrificándose por su familia, y al siguiente está dolida y amargada porque todo su arduo trabajo y dedicación no se nota ni se aprecia.
Este tirano malhumorado y familiar es la autocompasión.
Pecado – Autocompasión
La autocompasión es cuando nos compadecemos de nosotros mismos; especialmente cuando tenemos una actitud autocomplaciente hacia nuestras propias dificultades. Nos ocurre algo desagradable y decidimos lamentar nuestra pérdida a solas, ya que aparentemente nadie más lo hará.
Lo interesante de la autocompasión es que, aunque generalmente se reconoce como un aspecto negativo entre los cristianos y los no cristianos, no es una palabra que se pueda encontrar en la Biblia. No se encuentra en las listas de vicios en las Epístolas ni entre los siete pecados capitales.
Sin embargo, la Biblia tiene mucho que decirnos sobre la autocompasión. En cierto sentido, toda la historia de la Biblia existe para despertarnos del estupor de la autocompasión y llevarnos a recibir la única piedad que es capaz de salvarnos: la piedad de Dios. Jesús nos muestra la piedad de Dios por los pecadores: «Movido a compasión, extendiendo Jesús la mano, lo tocó, y le dijo: Quiero; sé limpio” (Mc. 1:41). Esta piedad encuentra su punto culminante en la cruz de Cristo.
En el origen, el pecado de la autocompasión es que nos evaluamos a nosotros mismos y a nuestras circunstancias como si Dios no fuera nuestro Padre misericordioso. Cuando sacamos a Dios del cuadro, cuando su piedad por nosotros en la muerte y resurrección de su amado Hijo con la ayuda continua de su Espíritu no es suficiente, nos volvemos hacia nosotros mismos en busca de amor y piedad. Cuando creemos que hay vacíos en el amor de Dios -y utilizamos nuestras circunstancias como prueba- tendemos con frecuencia a tomar medidas para llenar esos vacíos con amor propio o autocompasión.
Necesitado ante Dios
La Escritura nos muestra un camino mejor. Piensa en David. Salmo tras salmo tras salmo detalla las circunstancias verdaderamente lamentables en las que a menudo se encontraba. Traicionado, perseguido, encerrado en una cueva, David tenía buenas razones para seguir adelante y sentir lástima por sí mismo.
Sin embargo, hizo algo muy diferente: llevó sus lamentables circunstancias a Dios en oración. “Escucha mi oración, oh Dios, presta oído a las palabras de mi boca. Porque extraños se han levantado contra mí, y hombres violentos buscan mi vida[a]; no han puesto a Dios delante de sí” (Sal.54:2-3). David no era un hombre estoico. No ocultó su extrema necesidad. No anduvo con rodeos ni pronunció un falso: «No te preocupes por mí. Estoy bien».
Pero fíjate en lo que dice sobre los extranjeros que buscaban matarlo: «no han puesto a Dios delante de sí” (Sal. 54:3). Eso sí que es un pecado. Es el pecado de ignorar a Dios, de dejarlo fuera de nuestras ecuaciones y de nuestra vida cotidiana. Debido a que David puso a Dios delante de sí mismo, evitó el pecado de la autocompasión. En los Salmos, David nos muestra lo que significa vivir coram deo, es decir, ante el rostro de Dios.
Cuando se vio presionado por enemigos cercanos, cuando sus amigos se volvieron contra él, cuando toda esperanza parecía perdida, David vivió con la soberanía omnipotente de Dios y su amor omnipresente sobre todas y cada una de las circunstancias.
No se lamenta de sí mismo
Consideremos al hijo lejano de David: Jesús, nuestro Señor y Salvador. Si alguna vez un hombre tuvo derecho a la autocompasión, fue este hombre que, aunque estaba libre de pecado, fue acusado injustamente. Este hombre había curado a los enfermos, había repartido el pan a los hambrientos y había expulsado a los demonios, pero fue despreciado y rechazado, escupido y escarnecido. Aunque le injuriaron, no respondió con injurias. Y aun cuando colgaba de la cruz, lo hizo coram deo -ante el rostro de Dios-, gritándole: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15:34). Incluso cuando soportó la ira de Dios por los pecadores, Jesús nunca sacó a su Padre de la ecuación.
El problema de la autocompasión es un problema de visión. Las personas que se autocompadecen no han puesto al Señor ante ellos como realmente es: glorioso, bondadoso, soberano y justo. Ellos se han puesto principalmente a sí mismos y a sus circunstancias en su campo de visión. En lugar de clamar a Dios en nuestros grandes y pequeños momentos de angustia, la autocompasión nos haría gemir en la miseria de nuestros propios corazones.
Y la autocompasión a menudo difunde esa miseria, exigiendo de manera manipuladora que otros humanos finitos centren toda su atención en nuestras circunstancias, sin tener en cuenta a Dios. El pueblo de Dios está llamado a sobrellevar las cargas los unos a los otros y a caminar con simpatía en las pruebas y dificultades. Pero la autocompasión distorsiona este hermoso diseño en favor de hacer que nuestra comunión se base en las circunstancias, no en nuestra unión con Cristo.
Cura para la autocompasión
La cura para la autocompasión inicia con la comprensión de lo lamentable que es la autocompasión. Es lamentable porque es impotente. Nuestra propia lástima por nosotros mismos puede suscitar cierta simpatía de los simpatizantes, especialmente de aquellos propensos a sentir lástima por los demás. Pero, en última instancia, no puede hacer nada más allá de sentirse mal. La autocompasión puede conseguir la atención y la ayuda de los demás, pero no puede proporcionar el bálsamo que cura. Sólo la compasión de Dios puede hacerlo.
Sólo cuando volvamos nuestros ojos a Cristo y, a través de Él, contemplemos el incomparable amor de nuestro Padre, nuestra autocompasión se marchitará y morirá, mostrándose finalmente como el impostor que realmente es a la luz de la poderosa compasión de Dios, su gracia decisiva y su amor sacrificado.
Cuando probamos y vemos la bondad de Dios en su Hijo y en su Espíritu, la autocompasión se convierte en un lamentable sustituto, y lo que es peor, en una burla al Dios que es amor. Cuando acudimos a nuestra propia piedad, a nuestro amor propio, en busca de satisfacción y ayuda, estamos en esencia negando al Dios que nos hizo y nos mostró el significado del amor, pues, “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn.4:10).
Podemos confiar en la compasión y la piedad de nuestro Padre. Él conoce nuestras circunstancias y tristezas mejor que nosotros. No hay una sola circunstancia de nuestra vida que no haya pasado por el colador de su amor soberano por nosotros. Por fe declaramos junto a David: “Al Señor he puesto continuamente delante de mí; porque está a mi diestra, permaneceré firme” (Sal.16:8).
Traducido por: Nedelka Medina