En su deseo de volver a las Escrituras, los reformadores del siglo dieciséis enarbolaron cinco banderas que representaban el corazón de su enseñanza; cinco postulados conocidos como las “solas” de la Reforma. Constituyen frases en latín que resumían las doctrinas cardinales que los protestantes defendieron en una época donde la cristiandad se sumía en la más grande corrupción. Estos estandartes son:
- Sola scriptura: Solo la Escritura.
- Sola fide: Solo la fe.
- Sola gratia: Solo la gracia.
- Solus Christus: Solo Cristo.
- Soli Deo gloria: Solo a Dios la gloria.
Además de ser el andamiaje teológico que sostuvo la Reforma, estos postulados fueron un redescubrimiento de las doctrinas que siempre habían estado en las Escrituras y que muchos habían ignorado. El orgullo de los líderes religiosos, combinado con la ignorancia del pueblo, había generado un caldo de cultivo para la corrupción del cristianismo. Por eso podemos afirmar que estas cinco verdades no solo rescataron las doctrinas relacionadas con la salvación del hombre, sino que demolieron el orgullo humano que sostuvo tanto a una oscura institución religiosa.
Aunque hayan pasado más de quinientos años, estoy convencido de que estas doctrinas son necesarias para la iglesia en la actualidad. Así como lo fueron en el siglo dieciséis en Europa, son un remedio para nuestro orgullo hoy en Latinoamérica y el mundo. Por eso quiero mostrar brevemente cómo es que estas cinco verdades impulsan hoy nuestra humildad.
Sola scriptura y el orgullo de ser nuestra propia autoridad
Solo la Escritura es la última y suprema autoridad sobre la fe y la práctica del hombre. La sola scriptura muele el orgullo humano al recordarnos que no somos Dios y que todas las criaturas en este universo están bajo una autoridad superior. La Biblia es la Palabra inspirada, inerrante, suficiente y autoritativa de Dios (2Ti 3:16), de forma que lo que está allí provino directamente de Él.
Ahora, es importante enfatizar que la autoridad de la Biblia no se restringe a ciertos temas doctrinales, como la salvación. En realidad, la Biblia es la suprema autoridad en la vida completa del hombre, pues presenta una cosmovisión centrada en Dios por medio de la cual entender la existencia entera. Así, es posible responder preguntas muy prácticas, como: “¿De qué manera debemos manejar nuestras finanzas?”, “¿cuál es el trato que debemos dar a nuestro cónyuge?”, “¿cómo debemos criar a nuestros hijos?”, y “¿cómo debemos relacionarnos con nuestros empleados y jefes?”. Todos estos asuntos cotidianos y muchos otros deben ser moldeados por la voluntad de Dios revelada en las Escrituras.
El hombre orgulloso decidirá su propio patrón de vida, pero el humilde se sujetará voluntariamente a la instrucción bíblica. No son los sueños, los proyectos, los deseos, los valores culturales o las emociones las que rigen nuestras vidas, sino solo la Palabra de Dios. Nuestro corazón humano siempre intentará hacernos creer que tenemos autoridad sobre nosotros mismos, pero debemos filtrar todos nuestros pensamientos con la Biblia.
Vale la pena recordar lo que Juan Calvino, uno de los mayores reformadores, dijo sobre el efecto de la Escritura en nosotros: “Nuestro orgullo innato es de tal magnitud que para nosotros siempre somos justos, rectos, sabios y santos, hasta que somos convencidos, por claras evidencias, de nuestra injusticia, vileza, insensatez e impureza”.
Sola fide y el orgullo de ser nuestros salvadores
La fe es el único medio que Dios usa para llevar a pecadores a la salvación (Ro 3:21-22). No son nuestras buenas obras las que nos libran del juicio (Ro 3:28), sino solo una confianza genuina en cristo, que viene acompañada de arrepentimiento (Ro 10:9; 1Jn 1:9). Por eso la sola fide aplasta al orgullo humano, pues nos creemos merecedores de la bendición de Dios.
A los seres humanos nos agrada pensar que las cosas salen bien porque hemos sido muy obedientes y consagrados, pero este es un pensamiento, sinceramente, diabólico. Toda buena dádiva y todo don perfecto, incluyendo la salvación, proviene de Dios (Stg 1:17). Quizás el orgulloso reclamará diciendo: “Salvarse no puede ser tan sencillo; yo tengo que hacer algo”, pero la Biblia nos dice: “Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2:8-9). No hay mayor orgullo que rehusarse a creer en Jesucristo como única fuente de salvación (Jn 3:18).
Nuevamente, Calvino nos recuerda el aporte del hombre a la salvación: “La fe no lleva nada nuestro a Dios, sino que recibe lo que Dios nos ofrece espontáneamente. De ahí que la fe, por imperfecta que sea, posee, sin embargo, una justicia perfecta, porque no considera nada más que la bondad gratuita de Dios”.
Sola gratia y el orgullo de rechazar la soberanía de Dios
Solo la gracia divina, manifestada en su elección soberana, lleva personas a ser salvas. No se trata de quién quiere ser salvo; “no depende del que quiere ni del que corre” (Ro 9:16). Se trata de “Dios que tiene misericordia”, de quién quiere salvar por “la buena intención de Su voluntad” (Ef 1:5). La doctrina de la elección solo por gracia es la verdad más demoledora del orgullo humano, pues nos dice que Dios está en Su trono y Él decide a quien salvar.
Alguien puede preguntar (con orgullo probablemente): “¿Por qué Dios enviaría a alguien al infierno si Él no decidió elegirlo para salvación? ¿No es eso injusto?”. Sin embargo, el apóstol Pablo respondió mostrando que, por un lado, lo realmente sorprendente es que las personas sean salvas por misericordia, y por otro, que Dios es superior y tiene derecho sobre nosotros, Sus criaturas. Romanos 9:15-24 nos explica esto de manera clara:
Porque Él dice a Moisés: “Tendré misericordia del que Yo tenga misericordia, y tendré compasión del que Yo tenga compasión”. Así que no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Porque la Escritura dice a Faraón: “Para esto mismo te he levantado, para demostrar Mi poder en ti, y para que Mi nombre sea proclamado por toda la tierra”. Así que Dios tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece.
Me dirás entonces: “¿Por qué, pues, todavía reprocha Dios? Porque ¿quién resiste a Su voluntad?”. Al contrario, ¿quién eres tú, oh hombre, que le contestas a Dios? ¿Dirá acaso el objeto modelado al que lo modela: “¿Por qué me hiciste así?”. ¿O no tiene el alfarero derecho sobre el barro de hacer de la misma masa un vaso para uso honorable y otro para uso ordinario? ¿Y qué, si Dios, aunque dispuesto a demostrar Su ira y hacer notorio Su poder, soportó con mucha paciencia a los vasos de ira preparados para destrucción?
Lo hizo para dar a conocer las riquezas de Su gloria sobre los vasos de misericordia, que de antemano Él preparó para gloria, es decir, nosotros, a quienes también llamó, no solo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles.
Así, rechazar la idea de que Dios puede decidir hacer lo que desee con Su creación, es una muestra de orgullo. Únicamente la persona que acepta Su plena soberanía sobre este universo puede caminar en humildad, y eso solo es posible creyendo en la doctrina de la sola gratia.
Solus Christus y el orgullo de tener otra cabeza en la iglesia
La doctrina de solus Christus enseña que la salvación solo puede ser obtenida por medio de la obra de Jesucristo. Nadie más puede ser un mediador efectivo entre Dios y los seres humanos. Solo el Hijo, la segunda Persona de la Trinidad, Dios hecho hombre, puede ser el perfecto sustituto e intercesor (1Ti 2:5).
Pero, además de la posición de Cristo como mediador en la salvación, los reformadores lucharon por contestar la siguiente pregunta: “¿Quién es la cabeza de la iglesia?”. Aunque este cuestionamiento no es quizás una gran duda para nosotros hoy, sí fue lo que le dio vida a la Reforma protestante del siglo dieciséis. ¿Es el papa la cabeza de la iglesia? Por supuesto, sabemos la respuesta: solo Jesucristo tiene suprema autoridad sobre Su pueblo, pero eso no estaba tan claro hace 500 años.
Si Él es el supremo monarca de la iglesia, entonces su funcionamiento, doctrina y práctica deben estar sujetos a Su autoridad y no a las tradiciones o mandamientos humanos. Algunos temen que las personas los tachen de orgullosos al defender la autoridad absoluta de Cristo en la iglesia, pero la mayor muestra de humildad es querer que las cosas se hagan bíblicamente en nuestras congregaciones. Así, los cristianos de hoy deben perder el temor al hombre y levantarse con valentía como los reformadores lo hicieron, buscando que sus congregaciones se sometan al orden escritural.
Ahora, con esto no estoy haciendo un llamado a los hombres de nuestra generación a creerse los “Luteros” del siglo veintiuno, rebelándose ante sus autoridades eclesiásticas. Pero, si no estamos atentos a guardar la pureza doctrinal de la iglesia y a defender el orden que se nos ha dado, corremos el peligro de que el cuerpo de Cristo nuevamente se corrompa. Como dice Calvino: “Un perro ladra cuando su amo es atacado. Yo sería un cobarde si es atacada la verdad de Dios y permanezco en silencio”.
Soli Deo gloria y el orgullo de vivir para nosotros mismos
Si Dios es soberano sobre la salvación del hombre, la implicación lógica es que solo Él reciba toda la gloria (Sal 115:1). Ya que nosotros solo tenemos nuestros pecados para presentarlos delante de Él en el juicio celestial. “¿Dónde está, pues, la jactancia? Queda excluida” (Ro 3:27).
Pero Soli Deo gloria también nos habla de nuestro proceder diario. Estamos llamados a vivir en todo tiempo para la gloria suprema de Dios. Cada acción en nuestro diario vivir tiene que reflejar una cosmovisión enfocada en traer honra a nuestro Salvador y no a nosotros mismos. Tal es el verdadero camino de la humildad.
El mismo Calvino, quien hizo un gran aporte en la transformación de toda la sociedad occidental, es una clara ilustración de lo que significa vivir para la gloria de Dios. Su propio proceder cristiano y su enseñanza se caracterizaron por guiar a otros a exaltar a Dios en cada instante. Sus palabras fueron la mayor influencia para que, alrededor de cien años más tarde, se escribiera el catecismo de Westminster, cuya primera pregunta es: “¿Cuál es el fin principal del hombre?”, a lo que responde: “El fin principal del hombre es el de glorificar a Dios, y gozar de Él para siempre”.
La cosmovisión calvinista/reformada tiene en su corazón la idea de que todo lo que el ser humano hace tiene el propósito de traer gloria a Dios. Esta forma de ver el mundo tuvo una influencia más allá de las bancas de la iglesia, impactando la sociedad hasta nuestros días. Por ejemplo, Calvino habló sobre la vocación y el trabajo: enseñó que ningún trabajo es más santo que otro, que cada persona ha sido llamada divinamente para cumplir una tarea o labor para el bien de la sociedad, y que dicho llamado debía hacerse con toda pasión para exaltar al Creador. Así, el médico, el granjero, el empresario, la madre o el profesor habían sido asignados divinamente para realizar esa vocación y debían hacerlo como para Él. Sin lugar a duda, esto trajo una revolución en la sociedad y economía de los países influidos por la Reforma.
En conclusión, las cinco solas de la Reforma no solamente constituyen las verdades escriturales por las cuales hombres y mujeres dieron su vida, sino que siguen una bandera de la verdadera fe cristiana para nosotros hoy. ¿Queremos vivir en humildad? Necesitamos abrazar estos cinco pilares en nuestro cristianismo.