Un pasaje de la Biblia que siempre me ha conmovido es la visitación del ángel a María, por muchos factores de los que ahora no podemos hablar, pero hubo algo que ella dijo que me impacta grandemente: «Entonces María dijo: He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra. Y el ángel se fue de su presencia» (Lucas 1:38). María se veía a sí misma como una sierva del Señor, y eso habla mucho de la condición de su corazón. La Real Academia dice que, entre otras cosas, un siervo es una persona completamente sometida a alguien o algo, o entregada a su servicio y en el pasaje que mencionaba al principio sobre María se usa la palabra griega doulos, y la traducción más acertada de esa palabra sería «esclava». Entonces, es importante entender que, aunque somos hijas de Dios, y con todos los derechos que eso implica en la casa de nuestro Padre celestial, ¡también somos siervas!
¿Qué caracteriza a un corazón de sierva?
Podemos decir muchas cosas, pero voy a enfocarme en algunas que el apóstol Pablo nos menciona a través de sus cartas. Por cierto, él muchas veces se presentaba como siervo o esclavo del Señor. Se caracteriza por la humildad, como Cristo. En su carta a los filipenses, se nos dice «Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús… [quien] hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (2:5, 8). En español a menudo usamos mal esta palabra. Humildad no tiene que ver con posición económica. Humildad es un rasgo del corazón, habla de mi actitud. Una persona humilde es una persona que se somete, que se rinde. Es lo opuesto del orgullo. Es alguien que vive consciente de sus propias limitaciones y debilidades. En la Biblia se dice que Moisés fue un hombre humilde, más que ningún otro en la tierra (Números 12:3). Hace un tiempo estuve leyendo justo el libro de Números y realmente me asombra la humildad de este siervo de Dios. Siempre con el rostro en tierra, intercediendo a favor su pueblo ¡a pesar de los muchos motivos que tenía para hacer todo lo contrario! Mi querida lectora, para servir a Dios y a los demás como lo hizo Cristo, necesitamos que nuestro corazón se revista de humildad. Lo que todo cristiano debería conocer sobre la virgen María
Sirve de buena voluntad.
En Efesios 6:7 el apóstol Pablo nos exhorta: «Servid de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres». Es decir, que no lo hagamos a regañadientes, ni refunfuñando. Quizá estás preparando la cena o doblando ropa lavada y entre dientes te quejas por el peso de la tarea. ¡Me ha pasado! De modo que estoy haciendo la tarea, pero no estoy sirviendo, en el verdadero sentido de la palabra pues no lo hago de buena voluntad. Tener un corazón de sierva es asumir cada tarea con una actitud dispuesta o de buena gana, como lo traducen otras versiones. Es hacerlo de manera que, a través de mi servicio, sea grande o pequeño, otros puedan ver a Dios. Y eso me lleva a otro punto importante sobre el corazón de sierva.
Busca agradar a Dios y no lo hombres.
En la vida todo implica motivación. Cuando de servir a Dios y a otros se trata, ¿qué me motiva? Mira lo que nos enseña el mismo apóstol Pablo en Gálatas 1:10: «Porque ¿busco ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O me esfuerzo por agradar a los hombres? Si yo todavía estuviera tratando de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo». Tener un corazón de sierva es servir sin importar qué ojos me estén mirando, si lo notarán o si pasará desapercibido. Las tareas del hogar, por repetitivas que estas sean, muchas veces quedan en el anonimato y por eso en ocasiones pudiéramos cuestionar si vale la pena lo que hacemos… Tal vez en la iglesia sucede algo parecido, quizá crees que nadie nota lo que haces en tu clase de niños o en tu grupo pequeño. ¿Seguirás sirviendo, aunque no te reconozcan, ya sea en casa o en la iglesia, o en tu trabajo? La respuesta a esta pregunta nos lleva al último punto.
El siervo deja en manos de Dios los resultados.
Los resultados nos gustan, los deseamos e incluso son útiles para medir el progreso o el éxito de una determinada estrategia. Pero no podemos pasar por alto que el resultado final está en manos de Dios. Mira lo que dice 1 Corintios 3:6, 7: «Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. Así que ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios, que da el crecimiento». Es decir que cada cual tiene que hacer su parte, con excelencia, y aprender a descansar en Dios para el resto. Y eso aplica tanto al hogar, la educación de los hijos y nuestro servicio como parte de una iglesia. ¿Sabes? Entenderlo es liberador. Nos libera de querer controlar algo que muchas veces no está en nuestras manos. Nos libera de querer asumir el rol del Espíritu Santo quien es el único que puede convertir a la gente, convencerla de su pecado y necesidad de Dios. Nos libera de vivir comparándonos con otras mujeres ya sea como madres, o esposas o líderes en sus ministerios. Entonces, tenemos que hacernos la pregunta, ¿soy una sierva de Dios? ¿Mi corazón tiene la actitud de una sierva, como la tuvieron María, Pablo, tantos otros… incluyendo a Jesús? Solo Dios puede crear en nosotros un corazón de sierva. Sí, tenemos cosas que aprender e imitar, pero será la oración diaria de rendición lo que transforme este corazón que por naturaleza es orgulloso, egoísta y pecador, en un corazón limpio, puro, amable, humilde, sencillo… servicial.