El diccionario RAE define traición como “falta contra la confianza que se comete al quebrantar la fidelidad o lealtad que se guarda a una persona o a una causa”. La Biblia da cuenta de diversas traiciones que Dios ha usado no solo para brindarnos enseñanza moral, sino para formar el carácter de Cristo en nosotros. Traiciones como la de los hijos de Jacob cuando vendieron como esclavo a su hermano José, quien diría:
“Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo tornó en bien para que sucediera como vemos hoy, y se preservara la vida de mucha gente” (Génesis 50:20).
Aquel suceso anunciaba a Jesús: la traición de uno sería usada para salvar a muchos. Apuntaba no sólo a la mayor de las traiciones -la del discípulo infiel que escogió vender al Maestro-, sino al corazón de Cristo, que escogió sufrir la traición, sin queja ni amargura, para cumplir la voluntad del Padre. Sin Cristo, toda traición sería una historia de odio, venganza y amargura perpetua. Pero con Cristo, toda traición (conyugal, familiar, ministerial, financiera, etc.) brinda un beneficio superior: el de “participar en sus padecimientos” (Filipenses 3:10), y el de seguir su ejemplo:
“… quien cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con justicia” (1 Pe 2:21,23).
Todos sufriremos traiciones, desde las que no dejan consecuencias y se olvidan pronto, hasta las más profundas. ¿Cómo debería responder un cristiano ante la traición?
MI ESTÁNDAR O EL DE DIOS
Todos deseamos establecer el límite hasta donde los demás pueden internarse en nuestras vidas. No permitiríamos a nadie llegar más allá de nuestros deseos, comodidad y estabilidad. Mas Cristo mismo renunció a esa medida y debemos andar como Él:
“… el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, 7 sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. 8 Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:6-8).
Así, Jesús se expuso a la traición… para que pudiese haber perdón para los que traicionan. ¡Cuánto más debemos nosotros responder a la traición con humildad! Para Dios toda traición es perdonable, y debería serlo para nosotros. El dolor de la traición es inevitable; la amargura, no.
NO ES LA TRAICIÓN, ES EL PECADO
Es cierto: la traición causa daño. Pero mira más allá. Mira el pecado. Quizá no puedes creer que te estafaran o te engañaran. Pero la calificación a tales actos la otorga Dios. Sufrimos el daño, pero toda maldad de los hombres es contra Dios, y producto de un mundo caído en el cual la traición es de esperarse. Lo extraño, es que nos extrañe. La traición es, pues, un pecado. Pero la reacción a la traición puede ser uno peor si nos dejamos llevar por los sentimientos heridos y el corazón lastimado. Ser traicionado es, en cambio, una oportunidad para el amor incondicional y el perdón que cubre multitud de pecados. ¿Qué sabes tú si tu reacción humilde hará venir a tu ofensor a Cristo? El amor y el perdón hablan mil veces mejor que la amargura.
SI ES PECADO, NECESITA EL EVANGELIO
Es fácil sentirse traicionado: es más sencillo mirar donde nos dañan, que donde dañamos. Pero al hacer eso, olvidamos que somos deudores a Dios. Si al final la traición es como cualquier otro pecado, y “por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios” (Romanos 3:23), la esperanza del evangelio no consiste en la reconciliación de un hombre con otro, sino en la del hombre con Dios. De nada serviría tener paz con los hombres sin paz con Dios. Por eso el evangelio debe ser predicado en la traición: que “Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5:8). Antes de ser traicionados, todos traicionamos a Dios. Nos rebelamos contra él, usando en su contra lo que Él nos dio. Nos entregó su creación y con ella hicimos ídolos. Y todos ofendimos muchas veces. Pero el poder del evangelio cubre también nuestra traición.
JESÚS NOS DIO EJEMPLO
El Señor encargó la bolsa de dinero al que lo habría de traicionar, para darnos ejemplo. En Mateo 26:50, luego que Judas entregó con un beso al Maestro, Jesús le dijo “Amigo, ¿a qué vienes?”. El Señor no le llamó amigo con ironía, sino con amor y dolor: lo entregaba uno de los suyos al que le confirió confianza. ¿Aún se puede llamar amigo al traidor? Jesús nos enseñó que sí, y que aún se le puede amar. Y así, por una traición, Jesús fue llevado a la cruz; mientras que aquel que lo entregó fue y se colgó a sí mismo de un madero para recibir, como la ley de Dios indicaba, igual castigo corporal. Entendemos así que hay dos castigos posibles al pecado: Uno, el de la ley, y otro, el infligido a Cristo, quien pagó por los pecados de los que confían en él. ¿Ves la hermosura del evangelio en medio de la traición? Entonces no desees que todo el peso de la ley recaiga sobre el que te traicionó, ni que se exhiba la traición que has sufrido: mejor lleva todo al pie de la cruz, y confía en el Juez justo. Y una vez allí, hagamos morir todo rencor, todo deseo de venganza, todo enojo y amargura, y muramos nosotros mismos para que se manifieste Su Espíritu en nosotros. Y que junto con Pablo podamos decir:
“Pues mediante la ley yo morí a la ley, a fin de vivir para Dios. 20 Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:19-20).