Uno de mis estudios en curso es el de los requisitos de un anciano. Mi iglesia me ha llamado a ser anciano (o pastor, si lo prefieres) y la Biblia deja muy claro lo que debe ser un hombre para ocupar este cargo. En términos generales, debe estar por encima de todo reproche; debe vivir de tal manera que nadie pueda poner en duda su sinceridad como cristiano, para que nadie pueda acusarle de burlarse de Jesucristo. Este requisito se describe con muchos otros: sobrio, maduro, hospitalario, humilde, entre otros.
Hay un requisito en el que quizás piense más que en ninguno otro, y es este: debe ser bien considerado por los de fuera. Un anciano debe gozar del respeto no solo de los creyentes, sino también de los no creyentes. Y aquí está el desafío: para ser respetado, debe ser conocido. El requisito no es: “Si pasa tiempo con incrédulos, ellos deben respetarlo”. No, supone que vivirá al menos parte de su vida a la vista de los incrédulos y que, al hacerlo, les causará una impresión positiva.
Mi lucha aquí es que trabajo solo desde mi casa y, cuando salgo, generalmente lo hago para pasar tiempo con mi iglesia. Tengo que ser muy deliberado para crear oportunidades de conocer y ser conocido. Pero incluso cuando trabajaba a tiempo completo como pastor asociado, la situación no era mucho mejor: trabajaba en la iglesia entre cristianos y no me encontraba sistemáticamente en entornos con no creyentes. Esto no es nada extraño para los pastores. A menudo pasan relativamente poco tiempo con los no creyentes, y especialmente en entornos en los que pueden relacionarse profundamente con ellos.
Entonces, ¿los de fuera tienen una buena impresión de mí? No creo que piensen mal de mí. Lo que me preocupa, sin embargo, es que no estoy convencido de que me tengan presente en sus pensamientos. Y creo que muchos pastores se encuentran en esa misma situación.
Este artículo se publicó originalmente en Challies.