Esta es la segunda vez que leo el libro El Conocimiento del Dios Santo del obispo J.I. Packer gracias a la providencia de Dios, y creo que la lectura de este clásico espiritual es provechoso y útil en cualquier momento o etapa de la vida. De forma particular, puedo decir que este año 2021 ha sido un año altamente desafiante, pero por el que agradezco profundamente a Dios ya que en su soberanía obra todas las cosas de su pueblo para su más preciado bien: Él mismo. El catecismo menor de Westminster inicia con una pregunta existencial de la mayor relevancia posible a cualquier hombre de cualquier época: ¿Cuál es el fin principal del hombre? que responde de la única forma acertada: el fin principal del hombre es el de glorificar a Dios y gozar de él para siempre, al fundamentarse en la única fuente de toda verdad: la Biblia, cuyo autor, Dios mismo, al inspirar al apóstol Pablo, lo respondió en dos de sus cartas: “Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre” (Ro. 11:36); “Entonces, ya sea que comáis, que bebáis, o que hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). Cuando vivimos bajo este diseño, nosotros, los seres humanos, podemos experimentar gozo al adorar a Dios, pero dado el pecado original que hemos heredado y que nos ha hecho culpables delante de Dios, no podemos vivir de acuerdo a este diseño. Como resultado, el hombre no regenerado vive constantemente fabricando ídolos, ya que no puede ni quiere agradar a Dios. Sin embargo, en esta naturaleza, el hombre experimentará dolor y confusión al no poder vivir de acuerdo a su diseño. No obstante, por la gracia de Dios, a quienes Él predestinó a ser sus hijos podemos tener esperanza ya que podemos vivir conforme al diseño de Dios para nosotros: glorificarle y gozar de Él para siempre. Ahora, la cuestión es ¿cómo? ¿Cómo podemos glorificar a Aquel que nos ha llamado a su luz admirable? La respuesta: conociéndolo. La segunda parte de la respuesta del catecismo menor dice que nuestro fin también es gozar de Él para siempre, lo cual Dios mismo define como la vida eterna: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3). La vida eterna consiste en conocer a Dios y a su hijo Jesucristo, quien también dijo que a algunos dirá: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt. 7:21-23). Dado esto, conocer a Dios implica intimidad, comunión y amor; comunión a la que Packer puede llevar a los hijos de Dios al exponer lo que Dios dice de sí mismo en las Escrituras y también de nosotros mismos. Necesitamos estudiar teología para tener un concepto correcto de nosotros mismos y también de Dios, del Dios Santo, de quién Packer sistematiza sus atributos al describir quién es. Habiendo dejado claro quién es Dios y quiénes somos sus criaturas, Packer expone y desmenuza los atributos santos del Dios de la Biblia: inmutabilidad, majestad, sabiduría, veracidad, amor, gracia, justicia, ira, bondad, severidad y celo.
Atributos santos
De la inmutabilidad de Dios, aprendemos que Dios no cambia: su carácter no cambia, su verdad no cambia, su manera de obrar no cambia, sus propósitos no cambian, y su manera de obrar no cambia: “no constituido conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia, sino según el poder de una vida indestructible” (He. 7:16). De la majestad de Dios, aprendemos que Dios está en las alturas y en los cielos; no que Dios esté separado de nosotros por una gran distancia espacial, sino que está muy por encima de nosotros en grandeza, y que por lo tanto es motivo de adoración: “Grande es Jehová, y digno de ser en gran manera alabado” (Sal. 48:1). De la sabiduría de Dios, aprendemos que Dios siempre escoge las mejores metas y los mejores medios hacia estas metas, es decir, los mejores resultados a través de los mejores medios posibles. De la veracidad de la palabra de Dios, aprendemos que hemos de creerla y obedecerla, no solo porque él nos manda que lo hagamos sino también, y en primer lugar, porque se trata de palabras verdaderas. Dios es el Dios de verdad: “En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Señor, Dios de verdad” (Sal. 31:5). Del amor de Dios, aprendemos que es un ejercicio de su bondad hacia los pecadores que tiene el carácter de la gracia y la misericordia. Entre los hombres, el amor lo despierta algo en el ser amado; pero el amor de Dios es libre, espontáneo, inmotivado, sin causa: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10). De la gracia de Dios, aprendemos que nos cuenta la forma en que nuestro Juez se ha transformado en nuestro Salvador y que es la fuente del perdón del pecado: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia habéis sido salvados)” (Efe. 2:4-5). De la justicia de Dios, aprendemos que Dios es el juez, de modo que se hará justicia y por lo tanto la ira de Dios es uno de sus atributos santos. De la bondad y la severidad de Dios, aprendemos que esta última denota el retiro terminante por parte de Dios de su bondad para con los que la han despreciado. Ahora, a manera de cierre, la mayor conclusión que el lector puede beneficiarse al leer estas páginas es saber que conocer a Dios no consiste en memorizar versículos de manera aislada, estudiar hermenéutica por dominarla, ser un profesional en teología; sino en amar a Dios, santificar su nombre y buscar su reino con prioridad. Aunque para conocerlo, es necesario que nuestra forma de pensar sea moldeada por las Escrituras al leerlas, meditar en ellas, memorizarlas y llevarlas a la práctica. Conocer a Dios es parecernos a Él a medida que reflejamos los atributos que ha decidido comunicar con su pueblo. No podemos parecernos a Dios en su soberanía u omnisciencia, pero sí en su misericordia y gracia. Conocer a Dios es recibir de Él el mayor regalo: Él mismo. Gracias a Dios por la vida de su hijo J.I. Packer, quien ahora conoce a mayor plenitud al Dios Santo y nos espera en gloria.