El SEÑOR ha jurado y no se retractará:
“Tú eres sacerdote para siempre
Según el orden de Melquisedec” (Sal 110:4).
La Navidad es comúnmente percibida como el tiempo propicio para la reconciliación familiar, para que los conflictos entre parientes se resuelvan. Por supuesto, la industria ha aprovechado muy bien este hecho. Home Alone (1990), traducida al español como Mi pobre angelito, es una icónica comedia navideña que cuenta la historia de Kevin, un niño de ocho años que accidentalmente es dejado solo en casa mientras su familia se va de vacaciones. Aunque la película es conocida por el humor físico con los ladrones, también explora la reconciliación familiar.
Kevin comienza la historia en conflicto con su familia, especialmente con su madre. Pero, a medida que enfrenta la responsabilidad de proteger su hogar de los ladrones, el niño madura y valora la importancia de su familia. Al final, Kevin se reencuentra con su familia con un nuevo aprecio por ellos, mostrando que la Navidad es un tiempo para el perdón, la unión y la restauración de relaciones.
Pero la Navidad muestra una historia de reconciliación mucho más importante, no entre parientes que se molestan temporalmente, sino entre enemigos eternos que terminan convirtiéndose en familia: entre pecadores y un Dios que decide adoptarlos como hijos.
La necesidad de sacerdotes
Antiguamente, los descendientes de Aarón, de la tribu de Leví, tenían la función de mediar entre Dios y el pueblo de Israel mediante sacrificios, ofrendas y rituales de purificación para expiar pecados y mantener la comunión con Dios. Los sacerdotes realizaban servicios diarios, mientras que el sumo sacerdote, una vez al año en el Día de la Expiación (Lv 16:29-30), entraba al Lugar Santísimo para ofrecer un sacrificio por toda la nación.
Esto era necesario ya que Él era muy santo y el pueblo era muy pecador; de otra forma, ellos habrían muerto en la presencia de su santo Creador. El centro de este sistema fue el Tabernáculo, posteriormente el Templo, en donde se hacían los sacrificios y a donde el acceso era muy restringido (solo los sacerdotes podían realizar las labores en el Lugar Santo, y solo el sumo sacerdote podía entrar una vez al año al Lugar Santísimo).
Sin embargo, vemos que el objetivo final de este sistema no se cumplió, pues Israel no habitó definitivamente con Dios en la tierra, ya que fueron expulsados a causa del pecado. Incluso, el profeta Ezequiel nos muestra cómo el Señor decide abandonar el templo a causa de las muchas abominaciones e idolatrías del pueblo. Se necesitaba una mediación mucho más profunda, que solucionara toda la deuda por el pecado, aplacara la ira de Dios y santificara a las personas para estar libremente en Su presencia.
El Sacerdote definitivo
El rey David profetizó sobre el Mesías, quien sería un sacerdote perteneciente a un nuevo orden, distinto al de Leví: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal 110:4). El autor del libro de Hebreos entiende que el sacerdote de este nuevo orden es Jesús de Nazaret (Heb 7:17), el cual se ha convertido en un mejor mediador que los levitas del Antiguo Testamento.
¿Cuál es la diferencia? Primero, Su sacerdocio es eterno: a diferencia de los levitas que morían, Jesús resucitó para interceder de manera permanente (Heb 7:23-25). Segundo, Su sacrificio fue plenamente satisfactorio, pues la sangre de los animales no podía salvar, pero Jesús entregó Su sangre humana en el Lugar Santísimo celestial (Heb 9:12). Tercero, el pacto que Él estableció fue superior en todo sentido, ya que no depende de la fidelidad de los seres humanos, sino de Dios mismo (Heb 8:6).
En resumen, el sacerdocio de Cristo nos ha dado una reconciliación completa con Dios, de manera que ahora podemos habitar con Él eternamente en Su presencia. Desde hoy, tenemos la plena confianza de buscar Su gracia para perseverar en nuestra fe. Si bien los israelitas podían clamar a Dios con fe, nunca entendieron la inmensa gracia que hoy tenemos en Cristo. Por eso, Hebreos 4:14-16 dice:
Teniendo, pues, un gran Sumo Sacerdote que trascendió los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra fe. Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna.
Dos implicaciones prácticas de la reconciliación
El sacerdocio perfecto de Cristo tiene innumerables implicaciones para nuestra vida cristiana. Por ejemplo, ya mencionamos que tenemos la libertad de clamar con gracia pidiendo ayuda oportuna. Sin embargo, me gustaría enfatizar dos implicaciones relacionadas con la reconciliación:
1. Paz completa con Dios
En diciembre, tenemos la oportunidad de reflexionar en lo sucedido durante el año, y muchas veces nos damos cuenta de que fuimos muy imperfectos —comenzando por esos objetivos que nos pusimos en enero y que no cumplimos—. Pero el sacerdocio definitivo de Cristo nos da la paz de que en Dios ya tenemos perdón absoluto, sin necesidad de sacrificios ni el cumplimiento de ciertas obras. Claro, pedimos perdón, aborrecemos el pecado y seguimos luchando para ser cada vez más santos, pero ya nada puede afectar nuestra reconciliación. ¡Qué gran razón de gozo!
2. Paz con los demás
Creo que películas como Mi pobre angelito traen valiosas reflexiones para todos, especialmente para los niños. La reconciliación familiar es inspiradora y resalta la belleza que Dios ha infundido en estos lazos. Sin embargo, quienes hemos recibido el perdón en la sangre de Cristo tenemos una base mucho más sólida para reconciliarnos con todos, incluyendo aquellos que no son nuestra familia y que no se arrepienten. Pablo dice al respecto: “Sean más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo” (Ef 4:32).
En Mateo 18 vemos la parábola de un siervo a quien el rey le perdonó 10.000 talentos de oro (que hoy corresponderían a casi cuatro mil millones de dólares americanos), pero luego él no quiso perdonar a su consiervo, quien solo le debía 100 denarios (unos 5.800 dólares). ¡Esto no tiene sentido! ¿Cómo no vamos a perdonar lo poco que nos hacen los demás si ya fuimos perdonados de nuestra deuda eterna? Así, el siervo es castigado por el rey, pero nosotros tenemos la libertad de perdonar.