Oh, la paradoja de este cuerpo humano. Qué maravilloso y qué terrible.
Para los que tienen ojos para ver, la brillantez de nuestro Creador se exhibirá de forma inusual próximamente en los Juegos Olímpicos de verano, cuando los cuerpos más rápidos, más fuertes y mejor preparados del mundo compitan por el oro. Para algunos, será la cúspide de su gloria humana. Para otros será una gran decepción, incluso una humillación.
El resto de nosotros también conocemos nuestros cuerpos como instrumentos tanto de gloria como de humillación. Aparte de los logros atléticos, muchos de nosotros vivimos en la gloria de la vista y el gusto, del movimiento corporal, del equilibrio y la coordinación, de adquirir y perfeccionar nuevas habilidades. Puede que nuestras capacidades corporales no sean olímpicas, pero pueden ser asombrosas por su diversidad y precisión, sobre todo si se comparan con las capacidades mucho más limitadas y focalizadas de los animales, y teniendo en cuenta el dolor de la discapacidad.
Al mismo tiempo, sin embargo, estamos familiarizados con la debilidad corporal, la vergüenza y la humillación.
Dios hizo al hermano asno
Cuando C. S. Lewis cita a San Francisco sobre el cuerpo humano, él también habla de gloria y humillación:
El hombre ha tenido tres visiones de su cuerpo. Primero, está la de aquellos (…) que lo llamaban la prisión o la “tumba” del alma, [aquellos] para quienes era un “saco de estiércol”, alimento de gusanos, sucio, vergonzoso, una fuente de nada más que tentación para los hombres malos y humillación para los buenos. Luego están [otros], para quienes el cuerpo es glorioso. Pero, en tercer lugar, tenemos la opinión que San Francisco expresó al llamar a su cuerpo “hermano asno”.
Lewis comenta a continuación: “Las tres pueden ser… defendibles; pero compro la idea de San Francisco”. Y continúa:
Asno es exquisitamente correcto porque nadie en su sano juicio puede venerar u odiar a un asno. Es una bestia útil, robusta, perezosa, obstinada, paciente, adorable y exasperante; merecedora ahora de un palo y ahora de una zanahoria; patética y absurdamente bella a la vez. Así es el cuerpo (Cuatro amores, 93).
Mucho antes que Lewis, el apóstol Pablo también habló de nuestro actual “cuerpo de… humillación” (sōma tēs tapeinōseōs), así como de nuestro venidero “cuerpo de… gloria” (Fil 3:21). Lo que la Escritura enseña sobre el cuerpo humano no es simple, sino texturizado. El diseño del Creador es magnífico, incluso en esta era presente con sus capas de pecado y maldición. Solo podemos imaginar lo capaces y hermosos que eran aquellos dos primeros cuerpos que Dios hizo, antes de que cayeran en el pecado. Nosotros no residimos en el Edén. Ni los cristianos hemos alcanzado aún nuestra patria definitiva en la Sión que ha de venir.
La historia del cuerpo
Los que estamos en Cristo vemos nuestro cuerpo en capas, capas de una historia redentora. Nuestros cuerpos no solo son extremada y maravillosamente complejos, sino que están vitalmente arraigados en nosotros. Comprender nuestro pasado (como humanos), nuestro futuro (en Cristo) y nuestro presente (en el Espíritu) es fundamental para apreciar, disciplinar y aprovechar debidamente nuestros cuerpos en esta vida. Así que, repasemos la historia.
1. El pecado se ha apoderado de nuestros cuerpos
Después de recordar que Dios diseñó e hizo nuestros cuerpos, y que “el cuerpo es… para el Señor, y el Señor es para el cuerpo” (1Co 6:13), la siguiente verdad a recordar es que nosotros, y nuestros cuerpos con nosotros, están caídos.
El pecado ataca nuestros cuerpos, no solo por los efectos de la maldición en la que nacemos, sino también por nuestro propio deseo culpable de hacer el mal. Los cuerpos que Dios nos dio a Su imagen para movernos por Su mundo creado, se han convertido en cuerpos de pecado y muerte (Ro 6:6; 7:24; 8:10). Ya no son las creaciones originales no caídas, ni tampoco los cuerpos imperecederos venideros, ahora son “cuerpos mortales” (Ro 6:12; 8:11), deshonrados en nuestro pecado (Ro 1:24). Seremos juzgados por lo que hagamos en el cuerpo (2Co 5:10), y, sin la provisión redentora de Dios, seremos arrojados en alma y cuerpo al infierno (Mt 5:29, 30; 10:28).
2. Dios mismo tomó un cuerpo
Esa provisión redentora, asombrosa en muchos sentidos, comienza con la encarnación, cuando Dios mismo tomó un cuerpo humano en la persona de Su Hijo eterno, y no solo asumió toda la carne y la sangre de nuestros cuerpos humanos, sino que también entregó Su cuerpo humano a la muerte en una cruz para cubrir nuestro pecado y rescatarnos (Fil 2:8).
Si te acercas a las Escrituras cristianas con preguntas sobre tu propio cuerpo, una de las primeras sorpresas será lo mucho que el Nuevo Testamento habla del cuerpo físico de Jesucristo (Ro 7:4; 1Co 10:16; 11:24, 27, 29). Su cuerpo humano es el punto de inflexión en la historia de nuestros cuerpos. Jesús llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero (1P 2:24). Y Hebreos 10, tan memorablemente, pone el Salmo 40 en labios de Jesús, cuando vino al mundo como hombre: “Un cuerpo has preparado para Mí… Aquí estoy, Yo he venido… para hacer, oh Dios, Tu voluntad” (Heb 10:5-7; Sal 40:6-8). Hebreos 10:10 comenta luego: “Por esa voluntad hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo ofrecida una vez para siempre”.
Puesto que el pecado (su maldición) y la muerte nos han infectado tanto en el alma como en el cuerpo, el Hijo divino asumió tanto el alma como el cuerpo humanos, y entregó Su cuerpo en muerte sacrificial para rescatarnos, alma y cuerpo, a quienes estamos unidos a Él por la fe.
3. Dios mismo habita en nuestros cuerpos
Luego, y quizá la parte de la historia del cuerpo que más a menudo se pasa por alto, es que Dios mismo no solo se hizo humano en Cristo, sino que ahora habita en Su pueblo por medio de Su Espíritu Santo. Cuando 1 Corintios 6:19 dice: “Su cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en ustedes, el cual tienen de Dios”, no se hace hincapié en lo impresionante que es nuestro cuerpo. Más bien, el énfasis se centra en la espectacular realidad de que Dios mismo, en Su Espíritu Santo, se ha instalado, por así decirlo, “dentro de ustedes”, que tienen el Espíritu. Esto es casi demasiado bueno para ser verdad. Es una noticia que hay que recibir con la alegría palpitante que viene “con temor y temblor” (Fil 2:12).
Pablo lo deja más claro en Romanos 8:9-11. Si están en Cristo,
…el Espíritu de Dios habita en ustedes… Y si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo esté muerto a causa del pecado, sin embargo, el espíritu está vivo a causa de la justicia. Pero si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de Su Espíritu que habita en ustedes.
En caso de que no lo hayas entendido, si estás en Cristo, “Cristo está en ustedes”, Su Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, “habita en ustedes” (como dice Pablo tres veces). No solo tienes el pecado que mora en ti, sino que ahora también tienes el Espíritu que mora en ti. Nuestros cuerpos humanos se han convertido en templos, moradas de Dios, a quien tenemos en la persona de Su Espíritu.
4. Ahora glorificamos a Dios en nuestros cuerpos
Ahora, debido a la obra de Cristo fuera de nosotros, en Su cuerpo humano, y debido a la obra de Su Espíritu en nuestras propias almas y cuerpos, vivimos para la gloria de Dios. Así que, 1 Corintios 6:19-20 nos dice en Cristo: “No se pertenecen a sí mismos. Porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo”.
Nuestros cuerpos de humillación ya se han convertido, aunque todavía no plenamente, en instrumentos para la gloria de Dios. Y están siendo redimidos cuando (positivamente) magnificamos a Dios en nuestros afectos y acciones de amor por Él y por el prójimo, y también cuando (negativamente) “por el Espíritu hacen morir las obras de la carne” (Ro 8:13).
Así que, oramos como Pablo para que “Cristo será exaltado en mi cuerpo, ya sea por vida o por muerte” (Fil 1:20). Dada la profundidad y los efectos dominantes del pecado en nuestros cuerpos, podríamos pensar que necesitamos salir de estos cuerpos para glorificar a Dios, pero debido al cuerpo de Cristo, y a la morada de Su Espíritu en nuestros cuerpos, ahora podemos honrar a Cristo y glorificar a Dios en nuestros cuerpos. Por lo tanto, en Cristo, nos damos cuenta de que nuestros cuerpos son “para el Señor” (1Co 6:13).
Mientras que antes presentábamos nuestros cuerpos al pecado, ahora los presentamos a Dios como sacrificios vivos (Ro 12:1). No sacrificamos nuestros cuerpos por Cristo del modo en que Él sacrificó Su cuerpo por nosotros, es decir, redentoramente. Él murió (y resucitó) para rescatarnos. Vivimos para Él (lo que podría llevarnos a morir) como rescatados por Él. Su muerte sacrificial es la causa; nuestra vida sacrificial es el efecto. Y con ese fin, disciplinamos nuestros cuerpos (1Co 9:27), nos negamos a que el pecado reine en nuestros cuerpos mortales (Ro 6:12), y así oramos y actuamos para que nuestros cuerpos “sean preservados irreprensibles” hasta el día de Cristo (1Ts 5:23).
5. Nos espera una espectacular transformación corporal
Nuestro futuro, será para siempre encarnado, más allá de nuestra mejor imaginación. En ese día venidero de Cristo, Él “transformará el cuerpo de humillación [literalmente: “el cuerpo de nuestro estado de humillación”] en conformidad al cuerpo de Su gloria” (Fil 3:21).
Aquí vivimos, como Jesús, en estado de humillación. Aunque experimentamos algunas de las glorias originales de nuestros cuerpos humanos, son efímeras. Muy pronto envejecemos, o sufrimos tragedias y pérdidas, y nos damos cuenta cada vez más del estado de humillación que es esta vida para nuestros cuerpos. Y si Cristo no vuelve antes, pronto soportaremos la humillación de la muerte.
Pero para los que están en Cristo, la deshonra de la muerte dará paso a la gloria de la resurrección. Nuestros cuerpos naturales serán sembrados, en la muerte, como semillas que brotarán y florecerán, a través del poder de resurrección de Cristo, en cuerpos de gloria como Su cuerpo resucitado.
Se siembra un cuerpo corruptible, se resucita un cuerpo incorruptible; se siembra en deshonra, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en poder; se siembra un cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual (1Co 15:42-44).
Nota: este será un cuerpo espiritual. No meramente un espíritu, como un fantasma, sino un cuerpo espiritual apto para la plenitud del Espíritu Santo en el mundo sólido de los cielos nuevos y la tierra nueva.
Alabado sea el Hombre del cielo
Si estás en Cristo, tu cuerpo de resurrección será espectacular. No más dolores y achaques. No más resfriados y COVID. No más esguinces, contusiones y huesos rotos. No más ataques al corazón y derrames cerebrales y cáncer. No más discapacidades físicas y mentales devastadoras.
Muy pronto, brillarás como el sol en tu cuerpo humano perfeccionado, fuerte, imperecedero y glorificado. Y lo mejor de todo no es cómo será tu cuerpo, sino a quién nuestros cuerpos y almas imperecederos nos ayudarán a conocer y disfrutar y estar cerca y alabar: “el Hombre del cielo”.
Y tal como hemos traído la imagen del terrenal [Adán], traeremos también la imagen del celestial [Jesucristo] (1Co 15:49).
Nuestro enfoque en los nuevos cielos y la nueva tierra no serán nuestros cuerpos. Nuestros cuerpos perfeccionados sacarán del camino las muchas distracciones de nuestras humillaciones anteriores. Ellos realzarán y apoyarán para que alabemos a nuestro Rey. Pero el foco en la gloria será el que nosotros como cristianos esperamos ansiosamente ahora mismo: el Hombre del cielo.
Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.