Nota editorial: Este artículo pertenece a una serie titulada Proyecto Reforma, 31 publicaciones de personajes que fueron instrumentos de Dios durante la Reforma Protestante. Puedes leer todos los artículos aquí
La amenaza mortal de la Reforma fue el rechazo del Papa y los concilios como la autoridad infalible y final de la Iglesia. El adversario de Lutero, Silvestre Prierias, escribió: “El que no acepta la doctrina de la Iglesia de Roma y del pontífice de Roma como una regla infalible de fe, de la que también las Sagradas Escrituras sacan su fuerza y autoridad, es un hereje” (Lutero, 193). De ahí que Lutero quedara excluido de la Iglesia Católica Romana. “Lo que es nuevo en Lutero”, dice Heiko Oberman, “es la noción de obediencia absoluta a las Escrituras contra cualquier autoridad; ya sean papas o concilios” (Lutero, 204). Este redescubrimiento de la palabra de Dios sobre todos los poderes terrenales dio forma a Lutero y a toda la Reforma. Pero el camino de Lutero hacia ese redescubrimiento fue tortuoso, comenzando con una tormenta eléctrica a los 21 años.
Monje temeroso
El 2 de julio de 1505, camino a casa desde la escuela de leyes, Lutero quedó atrapado en una tormenta eléctrica y fue arrojado al suelo por los rayos. Gritó: “¡Ayúdame, Santa Ana! Me convertiré en monje”. Quince días después, para consternación de su padre, Lutero dejó sus estudios de derecho y mantuvo su promesa. Llamó a la puerta de los ermitaños agustinos en Erfurt y pidió al superior que lo aceptara en la orden. A los 21 años, se convirtió en un monje agustino. En su primera misa dos años más tarde, Lutero estaba tan abrumado por la idea de la majestad de Dios que casi huyó. El superior lo persuadió para que continuara. Pero este incidente de miedo y temblor no sería un incidente aislado en la vida de Lutero. El mismo Lutero recordaría más tarde estos años, “Aunque viví como un monje sin reproches, me sentía pecador ante Dios con una conciencia extremadamente perturbada. No podía creer que él se sintiera aplacado por mi satisfacción” (“Martin Luther : Selection From His writings” (Martín Lutero: Selecciones de sus Escritos), 12). Lutero no se casaría hasta pasados veinte años (con Catalina von Bora el 13 de junio de 1525), lo que significa que vivió con tentaciones sexuales como soltero hasta los 42 años. Pero “en el monasterio”, dijo, “no pensaba en mujeres, dinero o posesiones; en cambio, mi corazón temblaba y se estremecía respecto a si Dios me concedería su gracia”. Su anhelo más ardiente era conocer la felicidad del favor de Dios. “Si pudiera creer que Dios no está enojado conmigo”, dijo, “me pararía de cabeza por la alegría”.
Buenas noticias: La justicia de Dios
En 1509, el amado superior y consejero de Lutero y amigo, Johannes von Staupitz, permitió que Lutero comenzara a enseñar la Biblia. Tres años más tarde, el 19 de octubre de 1512, a la edad de 28 años, Lutero recibió su doctorado en teología, y von Staupitz le cedió la cátedra de teología bíblica de la Universidad de Wittenberg, que Lutero ocupó el resto de su vida. Cuando Lutero se puso a trabajar leyendo, estudiando y enseñando las Escrituras desde los idiomas originales, su conciencia turbada se revolvió bajo la superficie, especialmente cuando se enfrentó a la frase “la justicia de Dios” en Romanos 1:16-17. Para Lutero, “la justicia de Dios” sólo podía significar una cosa: el justo castigo de Dios a los pecadores. La frase no era “evangelio” para él; era una sentencia de muerte. Pero entonces, en un momento, todo el odio de Lutero por la justicia de Dios se convirtió en amor. Él recuerda, Por fin, por la misericordia de Dios, meditando día y noche, presté atención al contexto de las palabras, a saber: “En el evangelio la justicia de Dios se revela, como está escrito: “Mas el justo por la fe vivirá””… Y este es el significado: la justicia de Dios es revelada por el evangelio, es decir, la justicia pasiva con la que el Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito: “Mas el justo por la fe vivirá”. Concluye: “Aquí sentí que había vuelto a nacer por completo y que había entrado en el paraíso mismo a través de puertas abiertas”.
Permaneciendo sobre el libro
Lutero no era el pastor de la iglesia del pueblo de Wittenberg, pero compartía la predicación con su amigo el pastor Johannes Bugenhagen. El registro atestigua lo absolutamente dedicado que era a la predicación de las Escrituras. Por ejemplo, en 1522 predicó 117 sermones, y al año siguiente 137 sermones. En 1528, predicó casi 200 veces, y desde 1529 tenemos 121 sermones. Así que el promedio en esos cuatro años fue un sermón cada dos días y medio. Durante los siguientes 28 años, Lutero predicaría miles de sermones, publicaría cientos de panfletos y libros, soportaría decenas de controversias y aconsejaría a innumerables ciudadanos alemanes; todo para difundir la buena noticia de la justicia de Dios a un pueblo atrapado en un sistema de mérito propio. A través de todo esto, Lutero tenía un arma con la cual rescatar este evangelio de ser vendido en los mercados de Wittenberg: las Escrituras. Echó a los cambistas, los vendedores de indulgencias, con el látigo de la palabra de Dios, la Biblia. Lutero dijo con rotunda contundencia en 1545, el año anterior a su muerte, “Que el hombre que quiera oír hablar a Dios, lea las Sagradas Escrituras”. Sólo aquí, en las páginas de la Biblia, Dios habla con autoridad final. Sólo aquí, la autoridad decisiva descansa. Sólo desde aquí, el don de la justicia de Dios llega a los pecadores atados al infierno. Vivió lo que exhortó. Escribió en 1533: “Durante varios años he leído la Biblia dos veces al año. Si la Biblia fuera un árbol grande y poderoso y todas sus palabras fueran pequeñas ramas, he tocado todas las ramas, ansioso de saber lo que había allí y lo que tenía para ofrecer” (“What Luther Says” (Lo que dice Lutero), Vol. 1, 83). Oberman dice que Lutero mantuvo esa práctica por lo menos durante diez años (“Luther: Man Between God and the Devil” (Lutero: Hombre entre Dios y el Diablo, 173). La Biblia había llegado a significar más para Lutero que todos los padres y comentaristas. Aquí permaneció Lutero, y aquí permanecemos nosotros. No en los pronunciamientos de los papas, o las decisiones de los concilios, o los vientos de la opinión popular, sino en «esa palabra sobre todos los poderes terrenales»: la palabra viva y perdurable de Dios.