[dropcap]Y[/dropcap]o no me dispuse a ser predicador. Hace diez años me habría reído con ganas si alguien me hubiera dicho que dentro de una década estaría regularmente en el púlpito. A medida que me he aclimatado lentamente a la predicación, he llegado a pensar de manera muy diferente acerca de los sermones. He escuchado sermones toda mi vida, pero solo ahora veo la predicación desde el otro lado del púlpito, por así decirlo. Eso ha sido muy bueno para mí. Hoy quiero compartir una lección que he aprendido que aplica primordialmente a quienes escuchamos la predicación (como hago la mayoría de los domingos, pues no soy el tipo de predicador de todos los domingos). Esta es la lección: los sermones no son para que gusten. Los sermones son para escucharlos, son para discernir, son para aplicarlos, pero no son para que gusten. A uno no le puede gustar o desagradar un sermón. Tendemos a hacer preguntas como: «¿Te gustó el sermón de hoy?». Es la pregunta equivocada. Supongo que eso no siempre es cierto. Si un sermón es definitivamente contrario a la Biblia; si el predicador descuartiza su texto, no entiende el punto, enseña un sinsentido o un craso error, supongo que uno tendría razón en sentir desagrado por el sermón porque a Dios le desagrada y le causa deshonra. Y tal vez si queda claro que el predicador reflexionó poco o nada sobre el texto, si entrega un sermón solo por cumplir con un deber o por un desborde de orgullo, quizá a uno puede desagradarle, porque, insisto, deshonra a Dios. Pero sospecho que pocos nos hallamos en esa situación regularmente. Vuelvo al punto: los sermones no son para que gusten. Hay al menos dos razones para ello: deshonra la predicación y deshonra al predicador. Preguntar «¿te gustó el sermón?» deshonra la predicación. Deshonra la forma misma, el medio que Dios ha dado. Confiamos en que cuando se predica la Palabra, el Espíritu actúa. Él está presente en la predicación, presente en el expositor y en el oyente, acomodando las palabras, moldeando los corazones, aplicando la verdad. Predicamos porque Dios nos dice que lo hagamos y predicamos confiando en que Dios usa esta forma de comunicación en vez de otra. Predicamos aunque la predicación parezca tan insensata. Cuando preguntamos «¿te gustó el sermón?» convertimos el sermón en algo que consumimos en vez de algo que nos consume. Lo juzgamos como juzgamos el café personalizado de Starbucks o el nuevo iAparato por el que ahorramos. Preguntar «¿te gustó el sermón?» deshonra al predicador. Ese sermón que escuchas el domingo en la mañana puede parecer que solo fluye de la boca del predicador. Puede parecer tan fácil, tan natural, que piensas que el predicador apenas tuvo que trabajar en él. No obstante, mientras más relajado parece, más trabajo representa. Cuando uno ve a Albert Pujols abanicar un bate o a Roger Federer responder perfectamente cada pelota, no está viendo personas que simplemente aprovechan un talento innato. Uno ve el resultado de práctica y preparación. Estas son personas que han dedicado miles de horas para pulir su destreza; se han vuelto tan hábiles que hacen que parezca fácil. Esto también es cierto de los predicadores. El sermón fluido y relajado, que avanza sin cortes de un punto al siguiente, que entrega aplicación precisa, es el sermón que manifiesta más práctica, más habilidad, más tiempo de preparación. Y luego está la presentación, donde un hombre debe pararse frente a cien, doscientas o mil personas y entregar ese sermón, esperando conectarse con sus oyentes, confiando en que su interpretación sea sólida, anhelando que la aplicación sea oportuna. Por lo tanto, es una deshonra a la persona preguntar «¿te gustó el sermón?». ¡Que no te guste! Más bien analízalo, medita en él, y aplícalo. A fin de cuentas, «¿te gustó el sermón?» simplemente es la pregunta equivocada. Es mucho mejor «¿qué aprendiste del sermón?», o bien «¿qué te habló el Espíritu Santo a través del sermón?». Estas son preguntas que elevan la forma o el medio por encima de nuestras preferencias, y nos llaman a someternos al Espíritu que está presente en la predicación. Los sermones no son para que gusten