Mi útero no da fruto. Diez pruebas de embarazo en un año lo confirman. Mi bebé deseado, al que he arrullado en sueños, no llega. Dios mío, ¿no se supone que creaste a la mujer para dar vida? ¿Por qué me diste una matriz estéril? “Hay otras alternativas”, me dicen, pero yo no sé qué hacer. ¿Debo resignarme? ¿Debo seguir intentándolo?
La infertilidad es consecuencia de vivir en un mundo quebrantado por el pecado. Numerosos matrimonios conocen el dolor de no poder concebir. Es una lucha extenuante y solitaria. Mi esposo y yo la hemos sufrido; nosotros sabemos lo que es quedarse sin esperanza, y cuando eso pasa, ¿adónde podemos recurrir?
Tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo, adonde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho, según el orden de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre (Heb 6:19-20).

Lejos de Dios en el dolor
Ojalá mi esposo y yo nos hubiéramos aferrado a Cristo en nuestro dolor, pero en la época en la que iniciamos la batalla para concebir, no le conocíamos; ambos nacimos bajo el catolicismo. Nuestros padres nos enseñaron a obedecer los ritos que exige la religión: tomamos la primera comunión, recibimos la confirmación y nos casamos, sin conocer al Dios verdadero ni Su Palabra. Desde muy jovencita asistía a misa los domingos, pero sentía que nada llenaba el vacío enorme que había en mi corazón.
Yo sabía que Dios no era esa figura encorvada que decoraba el templo ni ese hombre muerto que quedó colgando de un madero. Entonces, con el tiempo, dejé de asistir a la iglesia. Sin embargo, nunca dejé de tener hambre y sed de Jesús: hablaba con Él sin estar segura de que me escuchaba. Ahora que le conozco según la Escritura, me doy cuenta con total claridad que Su gracia irresistible me llamaba (Is 43:6-7). Dios es Soberano y ningún propósito Suyo “puede ser frustrado” (Job 42:2).

Tenía seis meses de gestación cuando, en una consulta de rutina prenatal, el obstetra decidió interrumpir mi embarazo y sacar a mi bebé, diciendo que había perdido líquido amniótico. No tuve tiempo de pensar ni de llamar a mi esposo; para cuando él llegó al hospital, ya nuestra hija había sido arrancada prematuramente de su nido. La pusieron en cuidados intensivos, al igual que a nuestro corazón, y al décimo día falleció. Para colmo de males, el doctor cercenó mis trompas de Falopio y quedé imposibilitada para concebir.
A mis treinta años, mi vida se paralizó de golpe. Me embriagué con el dolor y levanté los puños contra Dios, pues no entendía por qué si Él era bueno estaba permitiendo aquel intenso sufrimiento. Hurgando en el umbral de la desesperación, me sometí por tres años a la técnica de fertilización asistida conocida como in vitro (FIV); fue un proceso muy doloroso y sumamente desgastante a nivel físico, mental y espiritual.

Nunca logré embarazarme. Con el tiempo, entendí que la voluntad de Dios para mí era la infertilidad. No tengo el espacio suficiente para describir cuánto dolor me causó hacer las cosas a mi manera, sin tomar en cuenta a Dios. Como dice el profeta: “Mi pueblo es destruido por falta de conocimiento” (Os 4:6).
Dios tiene propósitos buenos con la infertilidad
El desconocimiento de Dios y Su Palabra trae consecuencias desastrosas a nuestra vida presente y futura. En mi deseo legítimo de concebir, me aferré a un tratamiento y no a Cristo. Atenté contra mi cuerpo, sometiéndolo a un estrés insoportable y sobrecargándolo de hormonas con el fin de producir numerosos óvulos para que fueran fecundados en un laboratorio. ¡Fui tan terca! Me rehusaba a considerar la posibilidad de darme por vencida; mi mente entenebrecida creía que yo sabía mejor que Dios lo que me convenía.

En resumen, olvidé la siguiente verdad: “‘Porque Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, ni sus caminos son Mis caminos’, declara el Señor” (Is 55:8).
Pero todo dolor tiene sentido si lo vemos desde el gran angular del cielo. Dios tiene un propósito específico con cada matrimonio estéril. ¿Te has puesto a pensar que tal vez Dios no les ha dado un hijo de manera natural, a tu esposo y a ti, porque los está guiando por el camino de la adopción? ¡Hay tantos niños huérfanos en el mundo que necesitan padres cristianos que los amen y protejan! Ustedes pueden ser una gran bendición para un niño y ese niño una gran bendición para ustedes.

Una de las cosas que más lamentamos mi esposo y yo cuando iniciamos la búsqueda frenética de un bebé, es que tomamos decisiones sin buscar el consejo de Dios. Nosotros no teníamos ni la menor idea de adónde recurrir. Si ustedes tienen el beneficio de pertenecer a una iglesia local, donde se predica fielmente el evangelio, pidan consejo a sus pastores, pues ellos los rodearán de oración y los ayudarán a tomar decisiones que glorifiquen a Dios. Como bien dice el Proverbio, “Confía en el SEÑOR con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento” (Pr 3:5).

Si estás luchando con el dolor de la infertilidad, estoy convencida de que puedes proceder de estas cuatro formas:
1. Alaba y ora
No estás sola en medio de tu dolor; Dios está contigo. ¡Alábalo! La alabanza te ayuda a quitar los ojos del problema y a fijarlos en Cristo, en Sus atributos y promesas. El salmista se decía a sí mismo: “Porque largura de días y años de vida y paz te añadirán” (Sal 103:2). Clama para que Dios cumpla Su voluntad en tu vida. Jesús oró en el Getsemaní para someter Su humanidad a la voluntad del Padre. En Su perfecta soberanía, Dios puede concederte un hijo como lo hizo con Ana (1S 1:20) o negarte esa dádiva como lo hizo con Jesús (Heb 5:7-9).
2. Confía en Cristo
Cristo entiende tu dolor. Él sabe lo que es rogar y suplicar con todo lamento y lágrimas y recibir un no como respuesta. La Biblia dice: “Pero quiso el Señor quebrantarlo, sometiéndolo a padecimiento” (Is 53:10). Dios “quiso” que Su propio Hijo padeciera el tormento de la cruz porque tenía un propósito bueno y eterno para la alabanza de Su gloria y para nuestro máximo beneficio. Dios derramó Su amor sobre la humanidad por medio del sacrificio vicario de Cristo. Eso demuestra que Él tiene un propósito bueno con la esterilidad de Sus amados.

3. Acércate a tu esposo
La esterilidad en la pareja ha llevado a muchos matrimonios al divorcio. Ambos cónyuges se culpan o alguno no acepta la realidad de que el otro es estéril, y frustrados por la situación, buscan una salida desesperada. Otros intentan la procreación por medio de la FIV, pero antes de recurrir a este método, los creyentes deben detenerse, orar, buscar información y evaluar cuidadosamente todas las implicaciones de esta técnica a nivel corporal, espiritual y financiero.
Los esposos que sufren infertilidad deben tratarse con mucha ternura y paciencia. Isaac, quien heredó la promesa de que de él saldría un pueblo numeroso para bendecir al mundo, fue probado cuando su esposa Rebeca no podía concebir. Lo más precioso que hizo Isaac por su esposa fue orar por ella: “Y el SEÑOR lo escuchó, y Rebeca su mujer concibió” (Gn 25:21).

4. Descansa en la soberanía del Señor
No se nos ha dado promesa de concepción, pero sí tenemos la promesa de que veremos Su gloria si en medio de la prueba fijamos los ojos en Cristo. Pablo dice: “Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a Su propósito” (Ro 8:28). Confiando en que el Señor utiliza todo para obrar en nosotros, dejemos que Su soberanía nos guíe hacia las grandes misericordias que hay en Cristo.