Cuando hermanos y hermanas en Nueva Zelanda se reunieron el domingo para adorar a Dios. Ciudad por ciudad e iglesia por iglesia unieron sus voces para alabarlo con cánticos, clamar en oración y escucharle a través de la Palabra. Así también lo hicieron los creyentes en las regiones más orientales de Rusia. A medida que sus cultos de adoración finalizaban, los australianos en Sydney, luego en Adelaida y luego en Perth comenzaron a cantar sus propias alabanzas, al igual que los cristianos en Japón y Corea. A continuación, millones de creyentes chinos sumaron sus voces, como también lo hicieron los filipinos y los indonesios. En ese momento, casi una cuarta parte de la Tierra resonaba con el sonido de la adoración cristiana.
Pronto, los cristianos de Rusia central comenzaron a adorar juntos, al igual que los creyentes de Singapur, Vietnam y Camboya. Amigos en Calcuta, Nueva Delhi, Bombay y en una gran cantidad de ciudades, pueblos y aldeas de la India comenzaron a entonar sus alabanzas a Dios. Luego se unieron al coro hermanos y hermanas de Asia occidental. Ya “una gran multitud, que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas”, se había reunido para traer sus ofrendas de alabanza.
Europa del Este y África Oriental empezaron a avivarse: Etiopía, Kenia, Tanzania, Ucrania, Grecia y Rumanía. Se entonaron canciones en innumerables lenguas y se alzaron las manos en pequeños pueblos y grandes ciudades. El sol continuó su trayectoria y así amaneció en Europa continental, Escandinavia y África central. Después, los cristianos de Inglaterra, Escocia, Islandia, Portugal, Ghana y Nigeria empezaron a adorar al único Dios verdadero en una multitud de lenguas y expresiones diferentes.
Justo cuando sus cantos empezaban a disminuir, estalló la adoración en las Américas: primero en Brasil, luego en Venezuela y después en la “milla 1” de Norteamérica, la ciudad de San Juan, en la costa este de Canadá. Mil canciones, diez mil canciones, estallaron todas a la vez.
Ahora, por fin, a las 10:01 de la mañana, hora del este, me levanto de mi sillita de plástico en un pequeño gimnasio de una pequeña escuela de Toronto y añado mi voz al gran coro.
Y mientras me pongo de pie para cantar este llamado a adorar, sé que antes de haber recibido la bendición, los creyentes en Dallas habrán comenzado a cantar, y después de ellos amigos en Alberta, luego en California y Alaska. Por último, los rayos del sol romperán la oscuridad sobre Hawái y ellos también adorarán. Y entonces, cuando canten su doxología, la cantarán por sí mismos y por mí y por cada cristiano de este a oeste, de polo a polo.
Por un día, un día de la semana, toda la Tierra se habrá unido para dar a Dios el honor debido a Su nombre.
Que cada criatura se levante y traiga honores peculiares a nuestro Rey;
Los ángeles desciendan nuevamente con canciones,
y la tierra repita el fuerte: “Amén”.
Artículo publicado originalmente en Challies.